viernes, 4 de noviembre de 2011

Sobre los perversos en la política

Excelsior                     2011-10-28

Leo Zuckermann
El tema de los perversos es tan viejo como la política. El capítulo VIII de El Príncipe está dedicado a esta cuestión. Bajo el título “De los que llegaron al principado mediante crímenes”,Maquiavelo analiza el tema de los que ascienden al poder “por un camino de perversidades y delitos”. Menciona el caso del “siciliano Agátocles, hombre no sólo de condición oscura, sino baja y abyecta, [que] se convirtió en rey de Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los periodos de su vida; sin embargo, acompañó siempre sus maldades con tanto ánimo y tanto vigor físico, que entrado en la milicia, llegó a ser, ascendiendo grado por grado, pretor de Siracusa”. Pocas fueron sus virtudes: “no adquirió la soberanía por el favor de nadie […] sino merced a sus grados militares que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en mérito a sus enérgicas y temerarias medidas”. Este personaje se caracterizó por “matar a los conciudadanos, traicionar a los amigos y carecer de fe, de piedad y de religión”. Con estas características, termina por sentenciar Maquiavelo“se puede adquirir poder, pero no gloria”.
En el México actual hay pocos políticos que asesinan. Pero hay muchos que mienten, engañan, chantajean, amenazan, traicionan, falsifican, estafan, espían, calumnian, difaman o, en fin, cometen todo tipo de tropelías con la intención de causar daño a sus adversarios. Cuando los ciudadanos ven que esta es la constante de la lucha por el poder, no sólo pierden la confianza en los políticos que los representan, sino que se alejan de la política para evitar salpicarse de excremento. No tienen incentivos a participar en la democracia porque piensan que saldrán vapuleados por algún perverso. Prefieren no entrarle a la actividad política por considerarla un juego muy rudo propio de sadomasoquistas dispuestos, como diría un ex Presidente, a “tragar muchos sapos”. Así, la democracia se evapora en la medida en que la participación ciudadana decrece.
Muchos consideran que la manera de minimizar la perversidad en la política es ejerciendo el poder con ética. Piensan, como lo hacía el constitucionalista norteamericano, Thomas Jefferson, que “la moralidad, la compasión, la generosidad, son elementos innatos de la naturaleza humana”. La política se convierte, entonces, en una especie de película de Disney donde hay buenos y malos que se disputan el poder pero donde la bondad finalmente se impone a fuerza de la naturaleza jeffersoniana.
Otra visión menos ingenua es la del también constitucionalista estadunidense Alexander Hamilton a quien le preocupaban los defectos y vicios de la humanidad: “Los hombres son ambiciosos, vengativos y rapaces”, sobre todo en la conquista y el ejercicio del poder. De ahí que Hamilton propusiera la elaboración de reglas del juego político que minimizaran las perversidades. El asunto no era encontrar a santos que combatieran a los diablos, sino asumir que todos, de alguna manera u otra, se comportarían como diablos por lo que era mejor ponerlos a competir entre ellos —para que se estuvieran fiscalizando unos a otros— y castigarlos en caso de que recurrieran a las prácticas más nocivas para la convivencia humana.
Siguiendo a Hamilton, la respuesta a la perversidad es crear instituciones que impidan que los perversos se salgan con la suya, incluidas reglas de los partidos que promuevan un comportamiento civilizado entre sus miembros. Porque una cosa es que dentro de un partido existan distintas facciones que compitan y debatan entre ellas y otra muy diferente que se cometan ilegalidades, verdaderos cuchillazos por la espalda, que corrompan el orden democrático.
Una democracia sólida exige partidos donde los Agátocles del mundo no sean los ganadores sino los perdedores del juego. De ahí la necesidad de regular la vida interna de los partidos con reglas que frenen la perversidad. Que los diablos compitan entre ellos, pero de manera civilizada. Los partidos son instituciones financiadas por los contribuyentes y, por tanto, se justifica su regulación interna. No pueden dejarse al garete, desangrándose por dentro, en una lógica darwinista donde sobreviven y ganan los más perversos.

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