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Conocí a Daniel Sada a fines de los años setenta, cuando escribía su novela Lampa vida. Aún conservaba el cuerpo atlético del futbolista que fue pretendido por el Cruz Azul y el Atlético Español, y al que muchos años después vi hacer los prodigios lentos que otorgan gloria a las canchas de los jubilados: hacía que el balón girara sobre su propio eje.
Cuando nos encontramos por primera vez, él trabaja en un negocio conectado con el transporte de verduras. Hablaba de mercancías con el gusto por el detalle y la clasificación que mostraría en el estudio de la retórica.
Los alumnos que se beneficiaron de sus talleres conocieron su inaudita capacidad para entender la Forma literaria. Su capacidad de análisis pasaba del texto a otras artes. En una ocasión vimos una película de los hermanos Cohen. Cuando las luces se encendieron, Daniel transformó una historia de misterio en una mitificable tragedia griega.
La estructura narrativa representaba para él una construcción en movimiento, sometida a severas tensiones estratégicas. No es casual que fuera un estupendo ajedrecista. Pero el deporte que mejor dominaba era el béisbol. Muy a su manera, lo entendía como un complejo sistema acústico. Le bastaba oír el contacto del bat con la pelota para diagnosticar: "fly al jardín central".
Jamás le vi un asomo de pedantería y jamás le oí un comentario que no fuera profundo. Incluso sus disparates eran enseñanzas. Nacido en Mexicali, en 1953, conocía a fondo la frontera norte. Yo estaba preparando una crónica del tema y quise hablar con él. Me invitó a comer a un cabaret, propiedad de la giganta desnudista Lin Mei. A esas horas no había espectáculo, éramos los únicos parroquianos y se podía hablar con calma. Le pregunté cuál era el principal vínculo entre las fronteras de México y Estados Unidos. "La comida china", respondió en el acto.
Durante un tiempo dio un taller de haikú en Tijuana. Solía recitar esta inocente proeza de una alumna: "Ola que viene/ Ola que va/ ¡Hola, qué tal!".
Su literatura es una arriesgada oportunidad de decir las cosas de otro modo. Como Onetti o Lezama Lima, Sada fue incapaz de escribir una frase literal. Trabajaba durante horas, dejándose llevar por el ritmo interior de las frases, estableciendo un contacto tan directo con el lenguaje que en alguna ocasión le exigió estar desnudo.
Mientras la mayoría de los autores renunciaba a la voluntad de estilo y se conformaba con una prosa utilitaria, Sada desplegaba un lenguaje feraz, la selva de significados donde crecían sus desbordadas invenciones. Fue il miglior fabbro, el más fino artífice de mi generación.
Incluso sus obsesiones con el dinero se explican por esa obsesión estética. Joyce veía una correspondencia entre el torrente de sus palabras y las excesivas propinas que dejaba. En un mundo barroco, de derroche de las formas, Sor Juana fue, apropiadamente, la tesorera de las monjas jerónimas. Las tramas de Balzac le deben mucho a la manera en que el dinero se desplaza o deja de hacerlo. La literatura es una economía en circulación.
Aunque no me gustaba participar en las largas disquisiciones de Daniel sobre préstamos, deudas y editores, acabé por entender que eso formaba parte de su poética, siempre necesitada de abundancia. Si un personaje de Rulfo pide "algo de algo", el vendaval narrativo de Sada exige "todo de todo".
El neobarroco de Carpentier, Sarduy o Lezama Lima se suele asociar con la vegetación cubana. Sada hizo algo equivalente en tierra seca. Poeta del desierto, llenó el vacío de exuberantes frases largas. Dos tempranas influencias marcaron su escritura: el romance español y la canción ranchera, es decir, el octosílabo. Así como el Burgués Gentilhombre de Molière descubre que habla en prosa, los hispanohablantes de pronto descubrimos que respiramos cada ocho sílabas. Un título de Sada se ajusta a esta métrica, tan natural que suele pasar inadvertida: Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Lo interesante es que todas las páginas mantienen el compás. Sátira sobre un fraude electoral en el desierto, la novela es una catedral del idioma. Basta leer unas frases para adiestrarse en esa lengua y disfrutarla como un dialecto aprendido en secreto.
Maestro del oído, Sada conocía todas las canciones compuestas para no morir de amor. En Guadalajara lo vi dejar sin repertorio a un mariachi y celebrar su triunfo cantando La flor del capomo.
Su complejidad puede ser enormemente divertida. Por otra parte, sus textos más sencillos, como Una de dos, transmiten una misteriosa elocuencia. Su novela Casi nunca, que obtuvo el Premio Herralde, marca un perfecto punto de equilibrio entre el artista barroco y el espléndido contador de historias que fue Daniel Sada.
Cuando estaba contento comentaba: "Me siento como perico en alfombra". La metáfora es perfecta: la alegría es una comodidad extraña.
Luego sonreía como un Buda benévolo, convencido de que las palabras mejoran el mundo.
En la arena, Sada creó un resistente espejismo. Fue fecundo donde no había nada. Llegó a un desierto y dejó un bosque.
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