domingo, 17 de mayo de 2009
LA TELENOVELA KAFKA...DE LABERINTO
A mi madre le interesaban particularmente los personajes de jóvenes ingenuas engañadas por la promesa de un paraíso.
2009-05-09•Reportaje
Eduardo Santamarina y Bárbara Mori en Rubí, 2004. Foto: Cortesía Televisa La casa donde transcurrió mi primera infancia se encuentra todavía de pie sobre una calle que lleva por nombre Luis Spota. Antes se llamaba de otra manera (Avenida Nueve), pero las calles no son eternas como los cerros y están a expensas de que el más humilde de los planificadores urbanos las borre del mapa. Hace veinte años, desde que murió mi abuela, evito transitar por esa calle, pues la sola visión de la vieja casa me causaría un malestar metafísico que desembocaría en absoluta melancolía. No me intimida ser cobarde en estos aspectos y buena parte del presente se me va en lanzar el pasado por la borda, deshacerse del agua que ha inundado la barca. En la casa mencionada vivía mi abuela paterna desde los años cuarenta y allí fue donde comencé a ver telenovelas por las tardes mientras trabajaba en la tarea escolar (nunca he logrado concentrarme al mismo tiempo en una sola actividad). A mi madre le agradaba mi compañía y cuando aparecían los comerciales comentaba ácidamente acerca del contenido de la historia. Sus comentarios volvían más amargas las tragedias, ya que sabía concentrarse en los aspectos irremediables de la condición humana. Mi abuela, más silenciosa, esperaba el turno de los comerciales para escuchar con curiosidad y atención la crítica de su nuera. Yo, a mis nueve años, era sólo un espectador.
En ausencia de buenos libros en el claustro familiar, las telenovelas cumplían un papel extraordinario: despertaban en nosotros el sentido de la tragedia a partir de la ficción. No leíamos a los escritores rusos, a los románticos mexicanos o a los realistas franceses, pero seguíamos los pormenores dramáticos en la vida de una sirvienta de nombre María. En estas series me encontré con las primeras almas muertas y el mundo se me reveló perfecto en cuanto el transcurrir cotidiano estaba cimentado sobre los mismos valores que los melodramas actuados: un mundo sin fisuras. Por otra parte, las mujeres de la casa dedicaban sus tardes a un entretenimiento que poseía mucho de actividad artística y educación sentimental: ¿qué otra cosa podían hacer si la pobreza o la ausencia de literatura les impedían marchar por nuevos caminos? ¿Salir a la calle y cantar la Internacional? Lo siento, por fortuna las mujeres de entonces no ponían mucha atención a esas tonterías.
Hermanos Coraje, Simplemente María, Muchacha italiana viene a casarse y Rina fueron sólo algunas de las telenovelas que seguimos atentamente desde la primera fila en casa de mi abuela. Después llegaron los libros para echarlo todo a perder. La vida se complicó y la ficción tomó un rumbo ingrato, se volvió mi medio de expresión. Esto quiere decir, en pocas palabras, que perdí el oriente de la realidad en el sentido más profundo de la palabra y me mudé a un castillo sin puertas ni ventanas: el castillo de la telenovela Kafka. No me lamento, pues tarde o temprano mi curiosidad me llevaría a nadar en aguas lodosas y a poner en duda el fundamento moral de las personas comunes: no progresar. Las personas comunes sobreviven sin aspavientos y su sabiduría consiste en no moverse demasiado de su misma moral y en descubrir todos los días en un espejo el rostro de sus padres. El ensimismamiento se impone a la especulación, a los intentos de liberación social y al reconocimiento del otro como un ser extraño. ¿Éstas son mis conclusiones?, carajo, debí continuar mirando telenovelas.
A mi madre le interesaban particularmente los personajes de jóvenes ingenuas engañadas por la promesa de un paraíso, o la malicia de un hombre sin escrúpulos. A estas jóvenes solía increparlas desde su sillón: “¿Cómo puedes ser tan estúpida?” En realidad practicaba el escarnio consigo misma, pero su crítica languidecía cuando al terminar la tarde llegaba mi padre y había que prepararle la cena. No sé a qué edad estos folletones comenzaron a parecerme insustanciales, me imagino que cuando comencé a practicarlos o en cuanto las primeras novelas escritas llegaron a mis manos. Hubo un momento en el que abandoné a Saby Kamalich para marcharme con la María de ¿Por quién doblan las campanas? Es evidente que haciendo cuentas salí perdiendo, el movimiento es un principio maligno, cuestiones de termodinámica.
Mi padre admiraba a Luis Spota (una extraña coincidencia que la calle de su juventud lleve ahora el nombre de este escritor) y es probable que yo leyera alguna sus novelas antes de saber quién era Hemingway. Fueron los primeros libros que entraron a casa de mi abuela. Antes de eso estuve en paz con el mundo.
Guillermo Fadanelli, escritor. Autor de Malacara, Elogio de la vagancia y Compraré un rifle, entre otros libros.
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