Alán Arias Marín
2010-01-17•Política
Lo que ocurre en Haití es innombrable; como la ira de Dios. La fuerza destructiva de la naturaleza potenciada a lo inaudito por la escasez, la fragilidad del tejido social y la precariedad extrema y primitiva de su Estado. Ya nada será igual. El futuro será distinto a lo pensado y —acaso— deseado. El terremoto y su secuela social y cultural subvierte la idea moderna de continuidades estructurales finalizadas, aun si no realizadas y siempre en expectativa pospuesta, como ha sido en Haití. Aspiración de modernidad, desarrollo y democracia, ya imposible. Su dura historia se condensa en una vana espera. En el comienzo del siglo XXI, de modo salvaje e inmisericorde, un golpe de mano de la naturaleza ha cancelado de una vez por todas esa posibilidad.
Haití, el sabido y conocido, ha llegado a su término. Término era el Dios romano que sancionaba los límites y la de los Terminales era la fiesta que celebraba la inmovilidad de esos límites. En Haití —isla de esclavos libertarios, colonialismo salvaje, dictaduras eternas, asesinatos implacables, sofisticados intelectuales, intervenciones sin fin y tonton macoutes siniestros y temibles— todos los límites han sido derruidos.
En Haití —y esa es la primera enseñanza universal de la tragedia— la inquietud geológica (Jünger dixit) ha devenido malestar de la cultura; los hombres no se pueden sentir ya seguros, sus rostros atónitos y adoloridos esconden un impulso de huida. Haití, sus hombres y mujeres, siempre en riesgo, en acecho perenne, al capricho de irrupciones desastrosas de todo tipo. Ahí no puede haber confianza, ni en la tierra ni en el cielo, ni en otros, ni en los dioses, tampoco en los espíritus.
¿Cómo pensar y expresar lo que ocurre?, ¿cómo prefigurar una reflexión con calado relativamente pertinente al tamaño y cualidad de la tragedia, más allá de las obligadas y necesarias menciones históricas, sociológicas y politológicas referidas a la esclavitud, el colonialismo, las dictaduras inauditas, el imperialismo y sus intervenciones; la abrumadora pobreza y la injusticia implícita y explícita de la sociedad haitiana, la violencia estructural y el desconsuelo —crítico o evasivo— de su cultura?
(1) Bauman sostiene (La modernidad líquida, 2000) que las estructuras que limitan las elecciones individuales, las instituciones que salvaguardan la continuidad de los hábitos, los modelos de comportamiento aceptables, ya no pueden, en la actualidad, mantener su forma por más tiempo; se descomponen y derriten antes de contar con el tiempo necesario para ser asumidas y ocupar su lugar social; no se solidifican —institucionalizan— dada su breve esperanza de vida, no sirven como marcos de referencia para acciones humanas, ni para estrategias de largo plazo. Tránsito de formas sociales “sólidas” modernas a “líquidas” posmodernas.
En Haití, la tragedia y su secuela son la pauta de inicio —inicuo y terrible— de un tránsito pervertido de la fase sólida a la líquida, no en el sentido baumiano de la evolución de formas tradicionales modernas a figuras posmodernas, sino hacia una protomodernidad, ya sin perspectiva ni condiciones de modernización. Situación política conceptualizable como un estadio pre-Hobbes; etapa de sobrevivencia, con la violencia arraigada como quehacer básico de los colectivos agrupados primariamente para la consecución de alimentos, agua, enseres básicos y armas; delimitar territorios (barricadas), armándose hasta (con) los dientes: palos, cuchillos, utensilios, cuerdas y —si se puede— armas de fuego; dedicados al pillaje y a la autoprotección más elemental. Ninguna solidez civilizatoria, lobos del hombre, casi cazadores y recolectores…
(2) El desafío para la comunidad internacional (bajo la batuta de USA y la ONU, ni modo) y la protosociedad haitiana es inédito; bajo las premisas de la desolación humana, la escasez extrema y una regresión histórica a las formas más simples y toscas (violentas) de sobrevivencia; un escenario nuevo y sin precedentes para la refundación de un país. En el Apocalipsis haitiano la catástrofe y su contrario la epístrofe han de acabar por conformar una única idea: la catástrofe es cambio de orden, transición de estructura; la discontinuidad generada por la tragedia no debiera pensarse como una irrupción patológica que debe ser reconducida al orden, como un juez que reestablece el vigor de la norma. Regreso a la normalidad opresiva malamente existente previa a la tragedia y a la estúpida expectativa de una modernidad inviable. Un viaje al fin de la noche. Convendría pensarlo como punto de inflexión, la inminencia de una especie de advenimiento mesiánico (Benjamin) precedido por un desorden apocalíptico invivible previo a un nuevo orden.
FCPyS-UNAM. Cenadeh.alan.arias@usa.net
2010-01-17•Política
Lo que ocurre en Haití es innombrable; como la ira de Dios. La fuerza destructiva de la naturaleza potenciada a lo inaudito por la escasez, la fragilidad del tejido social y la precariedad extrema y primitiva de su Estado. Ya nada será igual. El futuro será distinto a lo pensado y —acaso— deseado. El terremoto y su secuela social y cultural subvierte la idea moderna de continuidades estructurales finalizadas, aun si no realizadas y siempre en expectativa pospuesta, como ha sido en Haití. Aspiración de modernidad, desarrollo y democracia, ya imposible. Su dura historia se condensa en una vana espera. En el comienzo del siglo XXI, de modo salvaje e inmisericorde, un golpe de mano de la naturaleza ha cancelado de una vez por todas esa posibilidad.
Haití, el sabido y conocido, ha llegado a su término. Término era el Dios romano que sancionaba los límites y la de los Terminales era la fiesta que celebraba la inmovilidad de esos límites. En Haití —isla de esclavos libertarios, colonialismo salvaje, dictaduras eternas, asesinatos implacables, sofisticados intelectuales, intervenciones sin fin y tonton macoutes siniestros y temibles— todos los límites han sido derruidos.
En Haití —y esa es la primera enseñanza universal de la tragedia— la inquietud geológica (Jünger dixit) ha devenido malestar de la cultura; los hombres no se pueden sentir ya seguros, sus rostros atónitos y adoloridos esconden un impulso de huida. Haití, sus hombres y mujeres, siempre en riesgo, en acecho perenne, al capricho de irrupciones desastrosas de todo tipo. Ahí no puede haber confianza, ni en la tierra ni en el cielo, ni en otros, ni en los dioses, tampoco en los espíritus.
¿Cómo pensar y expresar lo que ocurre?, ¿cómo prefigurar una reflexión con calado relativamente pertinente al tamaño y cualidad de la tragedia, más allá de las obligadas y necesarias menciones históricas, sociológicas y politológicas referidas a la esclavitud, el colonialismo, las dictaduras inauditas, el imperialismo y sus intervenciones; la abrumadora pobreza y la injusticia implícita y explícita de la sociedad haitiana, la violencia estructural y el desconsuelo —crítico o evasivo— de su cultura?
(1) Bauman sostiene (La modernidad líquida, 2000) que las estructuras que limitan las elecciones individuales, las instituciones que salvaguardan la continuidad de los hábitos, los modelos de comportamiento aceptables, ya no pueden, en la actualidad, mantener su forma por más tiempo; se descomponen y derriten antes de contar con el tiempo necesario para ser asumidas y ocupar su lugar social; no se solidifican —institucionalizan— dada su breve esperanza de vida, no sirven como marcos de referencia para acciones humanas, ni para estrategias de largo plazo. Tránsito de formas sociales “sólidas” modernas a “líquidas” posmodernas.
En Haití, la tragedia y su secuela son la pauta de inicio —inicuo y terrible— de un tránsito pervertido de la fase sólida a la líquida, no en el sentido baumiano de la evolución de formas tradicionales modernas a figuras posmodernas, sino hacia una protomodernidad, ya sin perspectiva ni condiciones de modernización. Situación política conceptualizable como un estadio pre-Hobbes; etapa de sobrevivencia, con la violencia arraigada como quehacer básico de los colectivos agrupados primariamente para la consecución de alimentos, agua, enseres básicos y armas; delimitar territorios (barricadas), armándose hasta (con) los dientes: palos, cuchillos, utensilios, cuerdas y —si se puede— armas de fuego; dedicados al pillaje y a la autoprotección más elemental. Ninguna solidez civilizatoria, lobos del hombre, casi cazadores y recolectores…
(2) El desafío para la comunidad internacional (bajo la batuta de USA y la ONU, ni modo) y la protosociedad haitiana es inédito; bajo las premisas de la desolación humana, la escasez extrema y una regresión histórica a las formas más simples y toscas (violentas) de sobrevivencia; un escenario nuevo y sin precedentes para la refundación de un país. En el Apocalipsis haitiano la catástrofe y su contrario la epístrofe han de acabar por conformar una única idea: la catástrofe es cambio de orden, transición de estructura; la discontinuidad generada por la tragedia no debiera pensarse como una irrupción patológica que debe ser reconducida al orden, como un juez que reestablece el vigor de la norma. Regreso a la normalidad opresiva malamente existente previa a la tragedia y a la estúpida expectativa de una modernidad inviable. Un viaje al fin de la noche. Convendría pensarlo como punto de inflexión, la inminencia de una especie de advenimiento mesiánico (Benjamin) precedido por un desorden apocalíptico invivible previo a un nuevo orden.
FCPyS-UNAM. Cenadeh.alan.arias@usa.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario