domingo, 10 de enero de 2010

La primera mañana de 1910

Corriente secreta
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Hace un siglo, las calles de la Ciudad de México se llenaron de militares que caminaban al Palacio Nacional.


2010-01-09•Antesala

Hace un siglo, la primera mañana de 1910, las calles de la Ciudad de México se llenaron de militares que, portando airosos penachos blancos y negros, caminaban al Palacio Nacional “para justipreciar los méritos” que definían, al comenzar la segunda década del siglo XX, la obra del presidente Díaz. “Pasó el periodo de ser discutida, su obra entró serenamente en la Historia”, señalaba El Imparcial. México tenía 471 mil habitantes. Terminaba en la colonia Roma, que Hugo Brehme retrataba incansablemente. El Zócalo estaba tapizado de árboles y tranvías. En las calles convivían simones, carruajes jalados por mulas y automóviles descapotables a los que tripulaban damas ataviadas con sombreros y sombrillas. Desde el Castillo de Chapultepec, el Paseo de la Reforma aparecía escoltado por extensos sembradíos. Un jardín recién plantado arrojaba una nota verde en la Plaza Guardiola. La calle de Bruselas, en la colonia Juárez, parecía calcada de una ciudad francesa. Al final de las calles rectas del centro se divisaba, invariablemente, una corona de cerros azulados.
Según un reporte de la Oficina Central Metereológica, el primero de enero fue un día helado. La Droguería El Coliseo alineó en sus aparadores incontables frascos del laxativo Bromo-Quinina, que tenía como fin aliviar los resfriados. El santoral celebraba a Odilón y Eufrosina. Éste fue el augurio de El Imparcial: “El año de 1910, el Año del Centenario, hará caer de las frondas de nuestra historia un diluvio de flores y de hojas”.
Faltaban sólo 275 días para que Madero subiera al tren que iba a trasladarlo, de modo secreto, a San Antonio Texas. El poeta Luis G. Urbina se quejaba porque oía en todos lados el mismo saludo: ¡Feliz Año Nuevo! “Está en todos los labios, se repite en todos los tonos, es el estribillo de todas las conversaciones”. Escribió Urbina:
“¿Es verdad que en mi porvenir hay flores inmortales de felicidad? ¿Es cierto que muy pronto llegaré a los jardines paradisíacos donde las almas se abren como rosas?... Alma mía, no fíes del ‘feliz año nuevo’. Nada tiene de nuevo ni de feliz… sigue pensando, santa y bellamente, en tu claustro de sombras”.
A las diez de la mañana, Porfirio Díaz recibió a los militares (“El Ejército hace a usted presente sus entusiastas felicitaciones por la feliz terminación de 1909 y desea que el año que hoy comienza sea venturoso para usted y para la Nación que con tanto acierto preside”), a la Suprema Corte (“la armonía que se disfruta se debe al soldado victorioso que ha arrollado todos los obstáculos que se han presentado en su camino”), a los gobernantes del Distrito Federal que, “interpretando los sentimientos de los habitantes de la ciudad”, se regocijaron porque “sois vos el que rige nuestros destinos en este año que conmemora, al final de un siglo, tantos hechos de gloria”.
Era un mundo feliz. Los Branniff, los Corcuera, La Gatita Blanca, la pastelería El Globo. Los indios y los pobres, que según el álbum Alrededor del mundo, editado en 1910 por una cigarrera cubana, formaban “el mayor número de habitantes de México”, no cupieron aquel día en los discursos. Tampoco en las páginas de El Imparcial. Sólo se colaron en la nota que informaba que el ciego Manuel Peña había denunciado el robo de dos pedazos de lotería, y en la nota que apuntaba que un tal Bicenteño había terminado en el hospital, luego de reñir por una mujer con Enrique Bastilla. Sólo aparecieron, quedaron ahí, como pisadas de mosca, en las fotos color sepia de las calles que, en medio del frío, Hugo Brehme retrataba. Héctor de Mauleón • demauleon@hotmail.com

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