lunes, 8 de agosto de 2011

País de privilegios

8 de Agosto de 2011


Denise Dresser



Muchos tienen interés en mantener el statu quo prevaleciente; nadie tiene la fuerza suficiente para cambiarlo.


No logramos crecer a la velocidad que podríamos y deberíamos. No logramos avanzar al ritmo que deseamos y necesitamos. Y la culpa no es la cultura o la historia o el destino o la mala suerte. Tiene que ver con lo que hemos hecho y dejado de hacer. Con decisiones y omisiones y postergaciones internas. Como argumenta Carlos Elizondo en su nuevo libro “Por eso estamos como estamos”, la economía política de un crecimiento mediocre, el problema central se encuentra en nuestros persistentes “centros de veto”; en la capacidad reiterada de ciertos grupos para frenar políticas públicas en favor del interés público. Y ante ellos se erige una sociedad débil y un Estado capturado, incapaces de desmantelar la red de privilegios que ahora estrangula al país.



Muchos pensábamos que la transición democrática traería consigo una oleada reformista encaminada a ese fin: contener, regular, nivelar, competir, crecer. Pero la dispersión del poder que las urnas generó, el descrédito de las reformas modernizadoras que Carlos Salinas mal instrumentó, la poca claridad y capacidad con la cual el PAN hizo uso del poder que ganó, la permanencia del corporativismo cuyo margen de maniobra creció, la conversión del PRD y del PRI en herederos del “nacionalismo revolucionario” en lugar de sus sepultadores, esa combinación tóxica explica la parálisis que nos define. Muchos tienen interés en mantener el statu quo prevaleciente; nadie tiene la fuerza suficiente para cambiarlo. Muchos siguen siendo beneficiarios del país tal y como está; pocos tienen incentivos para construir una nueva coalición que cambie el estado de las cosas.



Allí están los sindicatos rapaces del sector público. Los empresarios atrincherados en sectores monopólicos. Las organizaciones campesinas aprovechándose de Procampo. La burocracia obesa e improductiva apoltronada en el sector público, actores dominantes que se comportan conforme a la lógica corporativa del pasado y así sabotean el futuro. Acostumbrados a defender privilegios en lugar de acumular méritos; acostumbrados a extraer rentas —cobros excesivos por sus bienes y servicios— en lugar de competir para disminuirlas. Y todos ellos protegidos por los partidos políticos que defienden su propio feudo, su propio monopolio, su propia carretada de dinero público. Cómplices de la mediocridad, artífices del anquilosamiento, arquitectos del México de más de lo mismo.



Lo peor es que nos hemos acostumbrado a que esto sea así. La normalidad anormal. La disfuncionalidad aceptada. Pensamos que los privilegios desmedidos y las rentas extraídas son una parte incambiable de nuestra identidad nacional. No comprendemos que el arraigo de la lógica clientelar en México es mucho mayor que en otros países y razón definitoria de nuestro rezago. Importa más el derecho del sindicalizado que el del ciudadano común y corriente. Importa más defender el arreglo político con Elba Esther Gordillo que educar mejor a los niños de México. Importa más seguir ordeñado a Pemex para financiar las clientelas de los gobernadores, que obligarla a ser una empresa moderna, competitiva, productiva, eficiente. En vez de regular, el Estado claudica; en vez de promover la competencia, el Estado la inhibe; en vez de promover los intereses generales, el Estado acaba siendo rehén de los intereses particulares.



Y esta es una situación inaceptable. Deja a México fuera de la pertenencia al BRIC (Brasil, Rusia, India, China) y al margen de los países en desarrollo con gran tamaño y enorme potencial. Condena a los mexicanos a vivir en un país pobre, rezagado, inseguro. Nos vuelve incapaces de promover la inversión, la competencia, la igualdad de oportunidades y el mérito como forma de ir ascendiendo el escalafón social. Lleva a salidas falsas y a propuestas contraproducentes como la idea —apoyada por Enrique Peña Nieto— de fomentar la sobrerrepresentación del partido mayoritario, para, ahora sí, aprobar “las reformas que el país necesita”. Pero como argumenta Carlos Elizondo, el poder unificado tampoco es la panacea. En el pasado el PRI lo tuvo; manejó la economía de forma centralizada, sin contrapesos y desde Los Pinos. Basta con recordar las crisis sucesivas y las devaluaciones destructivas para entender las implicaciones de esa forma fatídica de administrar la política pública. Como dijera famosamente Gabriel Zaid: “Así fue y así nos fue”.



Insistimos tercamente en ser un país excepcional y único en tantas cosas. Excepcional en cuanto a la permanencia de tantos privilegios en tan pocas manos. Único en cuanto a la anuencia social ante ello. De allí que la verdadera solución no se halla tan sólo en la instrumentación de reformas institucionales desde arriba. Tiene que ver también con la creación de un contexto de exigencia desde abajo. Con el surgimiento de ciudadanos que asumen derechos exigibles y no simples concesiones o dádivas del Gobierno. Con partidos políticos que —de cara al 2012— contesten la siguiente pregunta: “Quieren continuar con un país basado en privilegios o transformarlo para que dejemos de estar como estamos?









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