lunes, 29 de agosto de 2011

¿QUIEN NO QUIERE UN PAIS SEGURO?

Alejandro Alvarez




En Sudcalifornia tenemos el privilegio de poseer (todavía) las tasas delincuenciales más bajas del país. Difícil, si no imposible, atribuir este indicador a una supuesta buena conducción gubernamental en materia de seguridad. Más bien habría que buscar las causales en la baja densidad poblacional, la dificultad de entrar y salir de la entidad así como de pasar inadvertido. Pero no es la intención penetrar en este aspecto sino en el hecho de que tragedias como la ocurrida recientemente en Monterrey y otras anteriores las vemos como ajenas, como balazos que nos pasan muy lejos o que ni siquiera escuchamos. Falso. Si la criminalidad creció hasta los límites demenciales que hoy observamos es porque los ciudadanos contribuimos en mayor o menor medida a la alimentación del monstruo. Aunque, seamos enfáticos, la responsabilidad no es la misma. Un jefe policiaco que también es brazo de un cártel tiene un papel no equiparable con el vecino de una narcotienda que prefiere hacerse que la virgen le habla antes que denunciar el hecho. Tampoco es atribuible la misma responsabilidad a un empresario que blanquea millones de dólares ilícitos provenientes del crimen organizado que el mecánico que, a sabiendas, da servicio a criminales. Pero al final, repito, nadie sale sin un raspón. ¿Queremos un país seguro? Tenemos que empezar por nuestro ámbito personal con cosas tan pueriles como respetar al peatón y las señales de tránsito, pagar las multas y los impuestos. Si no somos capaces de respetar las pequeñas reglas no lo haremos con las de mayor trascendencia.

En nuestra “pacífica” entidad han vivido delincuentes de primera, de segunda y de tercera categoría. Con el beneplácito de vecinos, servidores públicos y privados y amigos cercanos o lejanos, ya no se diga de jefes policiacos e investigadores. Es ingenuo o tonto pensar que esos malandrines vivan encerrados sin conocer la luz del día. El ex gobernador Liceaga Ruibal se atrevió a decir que desconocía las actividades de su hermanito al servicio de los criminales de aquel entonces y para que le creyeran actuó impecablemente con pucheritos y toda la cosa. Pero de ahí a la realidad hay un abismo ya que la cadena de complicidades que se tejió tuvo que ser de una extensión inimaginable. Algo muy similar a lo que ocurre con la prostituta exitosa que es aparentemente rechazada por sus familiares puritanos pero que a lo hora de la hora ahí están esos que se “horrorizan” a ver que les puede tocar en el reparto de las ganancias de esa sexoservidora (así les llaman ahora los defensores del proletariado), desde una borrachera gratuita hasta un préstamo (mjum).

Se sabe desde hace años que los criminales exigen derecho de piso a grandes y pequeños negocios. Quienes se niegan pueden pagar con su vida o por lo menos con atentados contra su negocio. Cientos de bares, restoranes y hasta puestos callejeros son cotidianamente extorsionados. ¿Tienen que pasar terribles desgracias para voltear los ojos a lo que sucede en nuestro alrededor para minutos después volver a las frivolidades cotidianas como si tal o cual artista ya se va a divorciar?

Si queremos un país seguro no basta con escandalizarnos, habrá que involucrarnos. El crimen de Monterrey nos toca también. En el debate nacional sobre el particular existen opiniones diversas, algunas de ellas motivo de gran polémica como la eventual amnistía o la concertación de acuerdos con los delincuentes. Otros abogan por establecer la pena de muerte y hasta comandos secretos de ajusticiamiento “en caliente” de esos criminales. Lo cierto es que el problema del terrorismo que ahora vivimos no puede quedar sólo en manos de diputados, senadores, procuradores, ni jefes policiacos.



LAS “LEIDIS” DE POLANCO

Gran difusión se dio al video donde unas damas (“leidis”) en evidente estado de intoxicación (mota, alcohol, polvo de ángel, que se yo) le tupen duro y macizo a punta de majaderías y expresiones discriminatorias a un par de policías defeños. Las campeonas de la equidad de género nada han dicho al respecto. ¿Y si la cosa hubiera sido al revés? Que un par de pelafustanes hubieran insultado a dos mujeres policías, las hubieran manoteado y gritado: “chinguen a su madre pinches putas asalariadas de mierda”. Ya estarían en un penal de máxima seguridad. Las “leidis” siguen libres, eso sí, muy arrepentidas.

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