Ramón Cota Meza
Cuando escucho el
comentario mordaz de que en Santa Rosalía hay muchos homosexuales (ponga usted
el sinónimo que prefiera), contesto: “No es que haya muchos; es que son
notorios.” Añadiría que su notoriedad proviene
de su desinhibida presencia en la vida económica y social, atendiendo
servicios, al frente de negocios, cumpliendo encargos, organizando actividades
sociales y recreativas y en tertulias con personas de los otros sexos. Al menos
este era el panorama cuando viví allá hace casi cuarenta años.
Fue Roberto Gastélum
quien me dio la clave para entender el fenómeno. “Entre los franceses también
había muchos”, me dijo. Y luego corrigió: “Bueno, no muchos, sólo algunos muy
notorios porque la compañía los empleaba en puestos de control y atención a los
empleados mexicanos. Ellos eran también los organizadores de las fiestas de la
colonia francesa, carnavales, bailes de máscaras y esas cosas que los franceses
acostumbraban.” Me mostró fotografías de fiestas pero no reconoció a ningún
personaje porque todos estaban disfrazados.
Roberto me había
descubierto el eslabón perdido: la notoria presencia de homosexuales en Santa
Rosalía es una herencia de la compañía francesa. Por razones que ignoro, los
franceses preferían a homosexuales en puestos administrativos y de servicios,
quizá porque los consideraban más responsables, más honestos, más pulcros, más
mansos y dedicados que el resto. En una época en que las mujeres no formaban
parte de la fuerza de trabajo, las virtudes femeninas de los homosexuales eran
muy apreciadas.
Cuando viví en Santa
Rosalía, los franceses ya se habían marchado, y lo que quedó de la compañía
había pasado al gobierno mexicano, pero muchos puestos administrativos y de
atención al público seguían siendo ocupados por homosexuales nativos
capacitados por los franceses. A medida que la compañía mexicana fue
despidiendo personal, muchos homosexuales encontraron natural emplear su
experiencia en el comercio, los servicios y otras actividades, o emigraron,
llevando con ellos la confianza adquirida en sus habilidades.
Los que permanecieron
en Santa Rosalía siguieron jugando papeles relevantes en la vida social como
organizadores de festividades, animadores y patrocinadores de clubes,
promotores de teatro, recitales y danza. Junto con los maestros, llenaron el
vacío que la compañía francesa había dejado como organizadora de la sociedad.
Ignoro su papel en la Santa Rosalía actual, una muy diferente a la que conocí.
El director de un periódico de Tijuana me comentó que los homosexuales de Santa
Rosalía son respetados por las comunidades gay de ahí.
El homosexual típico o
histórico de Santa Rosalía es notorio porque participa activamente en la
sociedad en un plano de igualdad con el resto. Su confianza en sí mismo se basa
en su capacidad para realizar actividades útiles y apreciadas. No hace
aspavientos ni tiende a reivindicar su condición sexual porque su identidad
social no está en ella. Su experiencia contrasta con la inclinación gay moderna
a reivindicar su condición como “derecho al cuerpo” y sugiere que la igualdad
en el trabajo es una aspiración más segura, menos controvertida y más afín a
una sociedad conservadora como la mexicana.
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