(fragmentos de la
memoria)
[...]
Bella
Aurora ha relatado cientos de ocasiones cómo no nací propiamente como los demás
mortales. Para la noche del octavo mes sintió cómo aquel espantoso nudo de
espinas ardientes le rasgaba de arriba abajo el vientre de pera madura. Fuera
de la choza uno de tantos chubascos flagelaba a la nación carcelaria; el viento
empecinado estallaba sobre el tejado de cartón negro, aullando, berreando,
lloriqueando como almas en pena. Adentro Juan Claudio Carballo chasqueaba sus
nudillos callosos tratando de mantener encendida la llama de un quinqué de
tractolina. Puso fomentos de hierbabuena envueltos en paños con aceite de
aromático en las piernas y brazos de Bella, y hojas secas de mandarina en el
brasero, para tranquilizar el ambiente. La mujer, apremiada por el sentimiento
del parto inoportuno, no exhibía molestia alguna por su delicada situación de
madre en aprietos, más bien por verificar si la potencia ciclónica de los
vientos desquiciaba a los asustadizos animalitos del traspatio, si despertaba a
la menor en el cuarto contiguo, si fastidiaba el taxi de su esposo, acaso si
tanto trajín hiciera añicos el plato de porcelana china que guardaba en la
alacena como obsequio para su primer hijo varón, llegado el día de su
graduación. Absorta. Miraba la puerta. De pronto un diminuto ser con pestañas
de avestruz brincó de la bolsa caliente donde estaba y cayó dentro de un cesto
de basura, embadurnado de melaza pestilente a amoniaco, emitiendo infernales
bramidos. Nació con un lunar circular en el tobillo izquierdo, como tatuaje
desteñido, de medio centímetro de ancho. Procedía del sueño del que vienen
todos los mortales, encorajinado por venir a pagar en esta decadente existencia
una pena que no merecería nunca: el no saber amar, castigo que le fastidiaría
durante su insignificante paso por el mundo sensible.
Luego
Juan Claudio jugó un volado para bautizarlo según cayó el escupitajo de
albahaca en el calendario. Y perdí. Al día siguiente no había rastro alguno de
tormenta alguna.
Al
parecer años más tarde ese mismo ser
miraría con malos ojos a los gatos grisáceos, y se pasaría la mayor
parte del tiempo analizando la actitud derrotista del arte por el arte, y la
manera particular de algunos artistas de expresar sus cualidades emocionales a
través de los signos, aborrecería con mayor ahínco el imbécil fenomenismo, la
verdad de la apariencia, el pensamiento confuso y la mugre New Age. Admiraría, sin embargo, el aleteo rutilante de las manchas
de tinta oscura derramada en la alfombra de su habitación los días de lluvia,
el afilado susurro de los bordes plegables de la noche, antes de asomarse al
azul infinito que inspira su tétrica ventana, puesto que esperaba en ella ver
llegar a los vencejos de la ausencia todas las mañanas, y oler el polvo mágico
de las plumas que lo transportaban a mundos de luz enfermiza… luz parpadeante…
[...]
En realidad el
deseo se me escurría de las manos como mantequilla al fuego a todo momento. Un
día, de niño, jugando con Beatriz Zita al papá y la mamá en su domicilio, ella
me tumbó de porrazo al suelo y a horcajadas sobre mí gimoteaba: «Bésame, bésame,
y te doy mi escapulario». Tratando de liberarme la empujé con violencia y se
aruñó el brazo mientras su madre, Digna Caritina, la del pelo de machaca,
insensible a mis lloriqueos, me echó a los perros para que me corretearan hasta
la esquina. Esto ocho meses antes que Beatricita fuera a quedar encinta a los doce años por andar
jugando a la casita con sus primos, un mes antes que Digna tratara de
escarmentarnos con la policía, y como un año también antes que el ciclón grande
desapareciera parte de la recién formada colonia (ubicada en las periferias)
con uno de los dos arroyos naturales que se crecieron, mismo que se llevó las
jaulitas vacías de los pájaros de Bella, la pajarera, los cuales nunca volviera
a atrapar a pesar de tanto alpiste y triquiñuelas ingeniosas, y de que las
autoridades estatales declararan formalmente desaparecida a la madre de
Beatriz días ulteriores a la tragedia.
Digna
era el centro de atención de la colonia, pues su miserable marido la golpeaba y
llegaba sangrando a casa de mis padres para que la consolaran. Por eso un grupo
de mujeres se armaron de palos y llevaron al cobarde sujeto que lloraba cuando
le amenazaban el golpe, arrastrándolo hasta la comandancia. Y más tardaban en llevarlo
que Digna en sacarlo y llegar corriendo con el hocico floreado. «Mira, Dignita
–le advirtió Bella–, si vuelves a sacar a ese cabrón mejor ni vengas llorando
que te partió la madre porque ni vamos a correr a ponerte ungüentos ni a
meterlo al bote, ¡oíste!». A la semana siguiente amaneció una fosa séptica de
la noche a la mañana en el patio de Digna, y su marido ya no volvió de un viaje
eterno, según se supo. Esa misma noche, ardiendo en fiebre, tuve un extraño
sueño. Soñé que una mujer lánguida, ataviada de diminutos huesitos, y con un
tubo largo rematado con una hoja metálica corva, me depositaba maternalmente en
el cubo de una papelera, y decía: «¡Ay, Licho, tú no eres de aquí ni de ningún
mundo!», cubriéndose las fosas nasales.
[...]
Más tarde cubriría
el dormitorio nauseabundo, cual fantasma melancólico.
No quería…
(no es justo)
seguir viviendo así, como
(NO ES JUSTO)
autista. –si de por sí– Y tal vez un poquito lo era
más.
Me
derrumbé sobre el humedecido camastro, que los últimos días había notado
sórdidamente mordisqueado, al igual que el resto de la habitación, luego de
solapar la amargura del silencio interior. No había luz y sí ladridos por
doquier; los ramalazos soberbios del viento desalmado pugnaban por asirse de
las cosas, de los solos, de los miserables y de los extraviados. Tembloroso
invoqué el salmo de la pluma, como suspiro a la borrasca, la cual cogí empeñado
y garabateé un mil ristras de incoherencias vanas.
Rememoré
a dos ex compañeros de la escuela superior, nuestras largas y explayadas
conversaciones en clave a plena clase; recapitulé justo las inflexiones
históricas de Gustavo –un individuo empatista– y los debates dialécticos de
Rústico –un esteticista kantiano cien por ciento– sobre el sofisma del Amor
cibernético en nuestros tiempos, y los
espectaculares martes de convivio –ley nacional–, el esparcimiento de los
viernes de dialéctica y, sobre todo, aquel inmoral interés por agitar al mundo
intelectualoide universitario mediante la publicación mensual de impresos
presupuestados por nosotros mismos, con los cuales tratamos de cimbrar la
conciencia colectiva; recordé también la
angustia que precede a los actos deliberados, a existir y ser libre, o el
tartamudear de mi antipático espíritu de crisálida en permanente reposo; pero
unos nos fuimos desperdigando al paso inexorable del terrible tiempo,
especulando sobre la invención de bulbos de filamentos incandescentes al vacío.
Dentro
de impensables laberintos de incongruencias me hallé insatisfecho de carácter. Sentí un poco de malestar al pensar
en los primeros pobladores de esta gleba peninsular, y más por mí, pues aún no estoy muy
acostumbrado del todo a la lobreguez del sepulcro en vida, ¡ni al radical hecho
de morir!
¡Cuántos suspiros calamitosos
resistiéndose a aceptar la soledad, inmune a los sentimientos! ¡Cuántos libros y qué de plumas en mis
bolsillos andrajosos, sin poder siquiera respingar por ellos mismos! ¡Qué de
deseos reprimidos a la fuerza!
¿Sentí frío?
Maderos
y asbestos crujían estrepitosos justo sobre mi cabeza. Leñazos y más leñazos
despiadados flagelaban a la ciudad a la hora de dormir. Chorros de mugre
escurrían por los surcos de mi frente maltratada. El olor a alfombra podrida
bajo mis pies se filtraba a mis entrañas no menos pestilentes. No había nada
además del miedo y la angustia... no. No había nada. El fino paño que cubría de
ingenuidad mi corazón había sido rasgado mortalmente, dejando al descubierto el
oropel al alcance del ácido que recorre mis arterias de hule espuma. De pronto
una figurilla agradable a mis sentidos cruzó mi vista que se esforzaba por ser
útil. Su radiante calor y su clara vestimenta me envolvieron en una apacible
ternura.
No, no era nada.
[...]
«Donde el Salitre
no devora», ¿qué diantre significa eso? ¿Lo escuché o lo soñé? ¿A qué se
referiría Brisa aquella rojiza noche que murmuró respecto de dónde no soy? Mi
cuerpo ha conseguido, admito, una
composición inaceptable últimamente: carnes ocres, dolor de espalda, manos
asustadizas, pies entumidos, mirar corrosivo. Tan distinto al resto de la
familia, vaga y lejana, como si no fuera en nada emparentado a ellos. Tenemos,
por ejemplo, a un Juan Claudio riguroso,
que sí, que tú has de haber sido quien le abrió las puertas a las jaulas, que
los gatos los sacaron a trocitos por las rejas, que no, que te digo que fuiste
tú, ¡di que fuiste tú!, sí, está bien, yo fui, pero no me castiguen aunque no
haya sido yo ¡ay!, imagíneme usted en estas condiciones de animador de las
pláticas, contador de anécdotas y casi casi actor de las mismas, de ojos
papujados –algo heredado vía sanguínea a Claudio Nüzhet, sobre todo lo de
adulador en el comercio, aunque no la descarada ciberadicción–, ya me parece
que lo estoy oyendo pedir un favor sin preguntar si es factible, ¡nomás di sí o
no, y ya! ¡Qué cruz!; tenemos a Bella, la dedicada con decoro a todo asunto
vinculado con el bienestar y la unión de los habitantes del hogar, armónica,
descriptiva, sobre todo limpia; a una Thais que nació deprimida, pero se
compuso, ahora transmite alegría y optimismo, meticulosa del pasado, experta en
los oficios domésticos, esto es, no muy parecidos a este paceño que donde se
sienta frunce el ceño, canijo soñador y errante nocturno que se encueva al
salir el sol en su fría cámara subterránea, sí, un muchacho que conoce
íntimamente el silencio de la ciudad por la noche, iluso, idealista, embaucador
de las letras y el arte, propenso a olvidar y confundir menudencias, amante de
las mentiras de la realidad, de la nicotina y los colores del barro,
nauseabundo, cruel contra los placeres del mundo, de aliento furioso y más bien
tranquilo, de carácter silencioso, jamás demasiado inteligente, necio, y
¡vamos! que parecía le había faltado aire al nacer, en palabras de Nüzhet de pura
guasa, medio retraído –como solía decir serena la profesora Débora, ¡mé, mé,
uh!–, pero sobre todo perniciosamente reservado; en fin, un desconocido en sus
propias heces ¡caramba, qué descripción más considerada! Ahora bien, que voy a
salir, es de noche, lo sé, se acabó el trabajo por hoy, que me he enmarañado en
mi propia patraña, cuál, igual da embadurnarse de simpleza que de cuacha.
–¡No por lo menos tú, coloradísima
noche!
[...]
Tampoco creo ser
una de esas personas que expresan efusivamente sus emociones, me repugna buscar
rostros o permitir abrazos de cumpleaños, manifestar gestos, conque tuve
dificultades para no hacer notar el desgano que revelaba al fijar la vista en
el techo durante el sepelio de mi nana, y recibir un codazo de Bella cuando presentía
que gesticulaba una risita idiota viendo algo en el cielo. Ni cuando Nüzhet fue
a parar al hospital la vez que optó por usar bicicleta y se rompió tres
costillas. De la bicicleta Bímex sin frenos, arrumbada en el patio toda
desbaratada, se bajaba corriendo a buscar una piedra para la rueda trasera y
detenerse, método que le había solucionado el procedimiento anterior de
gastarle las suelas a los zapatos. Se le veía a las carreras por las banquetas, jugando corriditas a los
camiones urbanos, efectuar piruetas peligrosas, un crack del biciclo a los
dieciséis años, y habría llegado muy alto como exhibicionista intrépido de no
ser porque un día apostó con un amigo subir el cerro de La Calavera hasta la
cima, sin bajar un sólo pie para apoyarse en el trayecto, y bajar de la misma
forma intacto con los ojos cerrados.
Aceptó el reto. Estaba seguro de
culminar la hazaña y salir victorioso del acto. Se estropeará, claro que no,
pensó. Convincente afirmaba cómo era que la quintaesencia le respiraba al oído.
Aun quizá no lo sería. Estiró levemente sus músculos, tomó el manillar de la
bici, subió la colina sudando la gota gorda, centímetro a centímetro, con las
pantorrillas hinchadas a su máxima expresión, rodeó el semicírculo de concreto
en la cumbre y siguió a bajar de inmediato, ¡sin frenos!, los sentidos alertas,
por la banqueta hacia el voladero a velocidad criminal, gastándose las suelas
de los zapatos tratando de quitarle vuelo al endemoniado aparato, pero cuando
estuvo a punto de cumplir la proeza, metros antes de la meta, un cordoncillo se
le enredó en la estrella y... ¡a la madre patria le hubieran faltado insignias
para conmemorar al héroe que derrapó como dar y gracia veinte metros con el
artefacto al tobillo, ante la mirada inquisidora de los curiosos deportistas de
El Molinito! Se levantó rabioso, no por caer y perder un segundo de gloria,
sino por la vergüenza al fallido intento. Recogió callado su vehículo
inservible, con las manos y las rodillas en sangre viva, despeinado, sacudió un
poco sus rasgadas ropas y marchó a grandes zancadas cargando a su triste amigo
de mineral oxidado por todo el palmar del malecón; no quiso voltear a ver por
un fragmento en el tiempo una bandera a rayas rojiblancas con dos estrellas
nuevas hondeando en la antigua Casa de Gobierno, indicando una absurda
república en una patria todavía inédita para las armas nacionales; ni quiso dar
por enterado otro de los desatinos del tiempo y la realidad: eran soldados de
la Corona española salvaguardando sus intereses y a unos espantados misioneros
en la misión de Nuestra Señora del Pilar quienes trataban de inventar santos
indios para manipular la fe de la muchedumbre nativa rebelada en el sur –como
lo harían siglos más tarde–; así caminó tres kilómetros y medio, ardiendo en
furia porque los aborígenes que precedían una inhumación marina parecían
mirarlo; se introdujo por un monte espeso de espinas, choyas, mezquites, chureas, chamizos y pintillos
pétreos que antes nunca se había fijado estaban ahí; siguió por lo que creyó
debía estar años más tarde toda la calle Cinco de Febrero, hacia arriba, tras
lomita, lo que le pareció unas catorce cuadras, pasó frente a un disturbio de
zombis aglutinados donde inauguraban un establecimiento de hamburguesas con
doble queso en medio del espanto solar, dobló a la derecha para tomar el
antiguo camino fantasma del sur, y no se detuvo hasta respirar el presente
inmediato en el puente de la Ocho de Octubre, torció a la izquierda y penetró
aún más fastidiado a un barrio donde lo conocía el Junior’s, propietario del
gimnasio, el tendero de la esquina, el del puesto de revistas, las viperinas de la tortillería, los
cholos y mariguanos que se juntaban en el depósito, los vecinos y amigos de la
cuadra; al fin entró a casa y fondeó contra la pared del patio el instrumento
de su desgracia, en seguida de siete kilómetros de cargarlo a lomo, para nunca
más volverlo a usar. Por la noche, en que Bella vio a Nüzhet darse el gusto de
caminar a tientas por el pasillo de vitropiso azul de la casa, los ojos
cerrados y las manos extendidas, no podía dormir de lado, y lo condujeron en un
solo grito hacia el hospital con nombre jesuita, Salvatierra, hirviendo en
fiebre.
–Ay, no se me enoje, “señora de
las cuatro décadas” –dijo sin abrir los ojos–, aaayyy.
–¿Tienes miedo, “Niuzhet”? –preguntó
Thais.
–No –respondió–. Lo que tengo es
hambre, ay.
Ambos se vieron un instante y se
soltaron riendo.
A mí me obligaron a ir a cuidarlo
esa noche. Lo vi indefenso y tranquilo en la cama. A la chingada las
lágrimas dije, como el poeta chiapaneco, y me puse a llorar, como se
pone a parir.
[...]
–En ocasiones –comentó una vez la
linda Brisa del oeste, poniendo un pie sobre el tablero del auto– siento la
necesidad de tener a alguien con quien platicar, de quien preocuparme y ser
correspondida. ¿Alguna vez te has sentido inquieto ante la presencia de una
chica? –se frotó las partes pudendas, serena, sin malicia.
–Umm... Tal vez. Eso parece.
–Nat, tú eres hombre...
«Y no me arrepiento» pensé.
–... dime, no te rías, qué pensarías
de una chica a la que le pasas y se te insinúa discretamente.
–Oh, mira, ocurre que existimos
quienes somos demasiado tarugos para percibir las “pistas”; y habrá quienes no.
Sin embargo, las chicas
son muy aventadas, lo cual a veces te intriga. Uno llega a guardar
resentimiento contra quien te ha
hecho algún daño. Por otro lado, ¿él sabe que existes? ¿Se nortea? ¿Es lurio?
–No lo sé con certeza. Me pareciera
una cosa y al otro día otra. No sé qué hacer. Creo que no nací para esto. Me
estoy dando por vencida. ÉL sólo considera responderme con miradas compasivas,
o me rehuye... ¡Ya no los hacen como antes! –la actitud de la noche la
sorprendió.
«No es para tanto, Brisita»
–¡Qué torpe! –respondí, observando
por el retrovisor a la izquierda.
«Qué tonto» volví esta vez a pensar,
mirándola triste inclinó la cabeza, semejante a un pardo tildío cubriéndose de
la tormenta, de carácter apasionada y tierna, resistiéndose a aceptar la soledad, acurrucada en la
semipenumbra carmesí del asiento del copiloto, con su cabellera húmeda –mi
debilidad eterna– recogida con una cintilla. Buscaba un instante de paz en mi
incomprensión. Tan atractiva me parecía, indiferente era a mis impresiones, que
de haber comprendido la habría tomado entre mis brazos para protegerla de las
inclemencias de la intemperie.
–¿Serías tan amable de dibujar para
mí una alondrita? –me dijo luego de unos instantes.
–Por supuesto –sí sí sí–. Debes ya descansar... ¿me ayudas a pushar el carro?
Brisa sonrió divertida. No sabía que
seguiría haciéndolo con la misma ternura otro semestre más. Aquí, a fuerza de
cobardía, acepté igual que había sido víctima del balazo furtivo de una mirada,
y había querido estarla salvaguardando de las equivocaciones que solemos
cometer los humanos, pero la insistencia se me esfumó de las manos. No quería
estar seguro. Ni yo era… dilo, ni yo era demasiado hábil para protegerme de los
descuidos sentimentales.
Cuatro días después desperté
acalorado. Había soñado con Brisa. Iba de puntitas sobre un campo de hojarascas
cristalinas, las manos entrelazadas atrás, ataviada de un camisón diáfano que
transparentaba su hermoso cuerpo desnudo de mujer hecha y derecha. Caminaba
sola, barbilla abajo, apacible, removiendo la hojarasca que en realidad eran
fotografías de mi niñez, sin expresar gesto alguno. Quise acercármele, pero su
frío índice me paralizó justo en los labios. Jadeé. Movió de un lado a otro la
cabeza, examinando los estragos de su ausencia en mi ansiosa figura por tenerla
más cerca. Suspiró. Al fin sonrió silenciosa. Temblaba. Temblaba su cuerpo
virgen recién descubierto, talle clarificado rodeado de hiedra. Mordisqueó
suavemente el lóbulo de mi oreja, y friccionó licor de flores en mis congelados
labios. Temblaba mi piel tostada, análogo a un primer orgasmo. Dio la vuelta y
marchó muy quitada de la pena, en dirección al ocaso. Desperté avivado, con los
labios quebrados, levantando carpa, maldiciendo el lecho, al ropero, la cobardía
¡diablo de hombre!, el olor podrido que emanaban mis poros salitrosos. Me senté
sobre la cama, quieto aspirando el aroma a tierra mojada a la distancia, a poner
en orden mis pensamientos alterados. Recordé el retrato del hijo de una antigua
conocida y lo coloqué bajo la almohada, para tranquilizarme un poco. Era un
dulce anhelo. Brisa y su cabeza apoyada en mi hombro… una imagen florecida en
la gladiola de la nostalgia.
–Quiero
que te quedes conmigo –la oí decir detrás de la puerta–. No tengas miedo...
Gracias por dejarme entrever por la cerradura de tu
lejano mundo... –intenté avisarle, como un susurro, antes que se
marchara– Gracias por haber estado a mi lado
las veces que he estado en el suelo... por mostrarme los senderos de la vida, y
acompañarme por el mejor de ellos... Gracias por haberme dejado respirar un
poco de tu aliento, las veces que me hizo falta... o cuando tan sólo levantabas
mi rostro lleno de culpa que te sacaba la vuelta... Gracias por estar aquí, bajo mi tormenta, haciendo menos
dura mi condena espiritual, y estar mirándome con una linda sonrisa,
tiernamente eterna, escuchando y comprendiendo lo que digo... tú me dices que
no es nada, mas yo afirmo que lo es todo... tan sólo por eso corresponderé tu
cariño... dando mi vida por ti... tan sólo por eso...
(No te rías, por favor, eso me
hace más daño...)
Volví a poner los zapatos en cruz
bajo la cabecera de la cama (... ¿sabes? Nunca me hiciste a, linda). Finalmente, a la hora, concilié el
sueño.
(sino
cuando te extrañé)
[...]
Nunca me canso
de pensar en la ocasión que mi madre deseó plantar las semillas de lo
intangible, por recomendación de una viejecilla “molacha” venida a menos,
originaria del estado de Guerrero. La mujer dio recomendaciones para que en
doce macetas se sembraran doce semillas de aire, mientras se rezaba al mismo
tiempo una oración ininteligible, lo cual Bella, con ayuda de Thais, realizó al
pie de la letra. A mí me parecería ridículo todo aquel teatro de recoger los
frutos de las matas invisibles en los tiestos vacíos del patio. Y más todavía
seguir el chusco de hacer como que se ingería el producto que servía para
desempolvar el entendimiento y el corazón, o el mal de ojo, según la necesidad
del remedio.
Quien sabe cómo estuvo que ya tenía
decenas de frasquitos invisibles en los cachivaches del roído ropero, de los
cuales todos los días tomaba alguno para tal o cual padecimiento repentino. Me
di cuenta de la estúpida farsa en que estábamos inmiscuidos cuando empecé a
soñar a la viejecilla “molacha” quien se reía de nosotros por andar haciendo
babosadas que ella había inventado para sacarles dinero a personas crédulas. Un
día no pude soportarlo más y rompí varias docenas de frasquitos de vidrio
imaginario que guardaba entre las cosas mordisqueadas del rústico ropero.
Durante las siguientes seis semanas me corté la planta de los pies tres veces,
y Nüzhet siete ocasiones, por andar pisando descalzos los vidrios invisibles de
los frascos, hasta que otra mañana, de tanto barrer con una escoba igual de
invisible, con la que me sentía peor de idiota, limpié de cristales la moqueta
del piso café.
[...]
La postrimería
del curso estaba acercándose, y para mí algunos rostros que no deseaba volver a
ver, junto al rechinar de mis articulaciones emporcadas de mañanas.
Desamparado. Pero el frío estentóreo invernal se anudó sin querer en mis ojos y
en mi garganta marchita.
Alcancé a pensar en Brisa, en la
armonía que compone su alma buena:
–¿Todavía “late”? –preguntó.
–¡Tú qué crees? –dije, colocándole
el índice en la barbilla (a manera de arma), que bajó por su cuello y se detuvo
justo en el nacimiento de sus inflamados senos.
–Debes tener cuidado –y me estrechó
en sus brazos–. Eres muy sensible.
A Brisa, quizá a mí, se le
escurrieron las lágrimas. Apreté los ojos. Tiré del gatillo.
«¡Quien me manda ser poeta!»
pensé, y perdiéndome en la cuna de sus pechos el avanzado proceso de corrosión
del salitre terminó de devorar mis sentidos. Evoqué borrosamente por penúltima
vez sus lindos labios: «Porque tú no eres de aquí ni de ninguna parte», me dijo
con voz tenue, y me dio sus razones, algo que no habría jamás de comprender...
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