domingo, 7 de abril de 2013

JUAN PABLO ROCHÍN: SALITRE



(fragmentos de la memoria)
[...]
Bella Aurora ha relatado cientos de ocasiones cómo no nací propiamente como los demás mortales. Para la noche del octavo mes sintió cómo aquel espantoso nudo de espinas ardientes le rasgaba de arriba abajo el vientre de pera madura. Fuera de la choza uno de tantos chubascos flagelaba a la nación carcelaria; el viento empecinado estallaba sobre el tejado de cartón negro, aullando, berreando, lloriqueando como almas en pena. Adentro Juan Claudio Carballo chasqueaba sus nudillos callosos tratando de mantener encendida la llama de un quinqué de tractolina. Puso fomentos de hierbabuena envueltos en paños con aceite de aromático en las piernas y brazos de Bella, y hojas secas de mandarina en el brasero, para tranquilizar el ambiente. La mujer, apremiada por el sentimiento del parto inoportuno, no exhibía molestia alguna por su delicada situación de madre en aprietos, más bien por verificar si la potencia ciclónica de los vientos desquiciaba a los asustadizos animalitos del traspatio, si despertaba a la menor en el cuarto contiguo, si fastidiaba el taxi de su esposo, acaso si tanto trajín hiciera añicos el plato de porcelana china que guardaba en la alacena como obsequio para su primer hijo varón, llegado el día de su graduación. Absorta. Miraba la puerta. De pronto un diminuto ser con pestañas de avestruz brincó de la bolsa caliente donde estaba y cayó dentro de un cesto de basura, embadurnado de melaza pestilente a amoniaco, emitiendo infernales bramidos. Nació con un lunar circular en el tobillo izquierdo, como tatuaje desteñido, de medio centímetro de ancho. Procedía del sueño del que vienen todos los mortales, encorajinado por venir a pagar en esta decadente existencia una pena que no merecería nunca: el no saber amar, castigo que le fastidiaría durante su insignificante paso por el mundo sensible.
Luego Juan Claudio jugó un volado para bautizarlo según cayó el escupitajo de albahaca en el calendario. Y perdí. Al día siguiente no había rastro alguno de tormenta alguna.
Al parecer años más tarde ese mismo ser  miraría con malos ojos a los gatos grisáceos, y se pasaría la mayor parte del tiempo analizando la actitud derrotista del arte por el arte, y la manera particular de algunos artistas de expresar sus cualidades emocionales a través de los signos, aborrecería con mayor ahínco el imbécil fenomenismo, la verdad de la apariencia, el pensamiento confuso y la mugre New Age. Admiraría, sin embargo, el aleteo rutilante de las manchas de tinta oscura derramada en la alfombra de su habitación los días de lluvia, el afilado susurro de los bordes plegables de la noche, antes de asomarse al azul infinito que inspira su tétrica ventana, puesto que esperaba en ella ver llegar a los vencejos de la ausencia todas las mañanas, y oler el polvo mágico de las plumas que lo transportaban a mundos de luz enfermiza… luz parpadeante…

[...]
En realidad el deseo se me escurría de las manos como mantequilla al fuego a todo momento. Un día, de niño, jugando con Beatriz Zita al papá y la mamá en su domicilio, ella me tumbó de porrazo al suelo y a horcajadas sobre mí gimoteaba: «Bésame, bésame, y te doy mi escapulario». Tratando de liberarme la empujé con violencia y se aruñó el brazo mientras su madre, Digna Caritina, la del pelo de machaca, insensible a mis lloriqueos, me echó a los perros para que me corretearan hasta la esquina. Esto ocho meses antes que Beatricita fuera a  quedar encinta a los doce años por andar jugando a la casita con sus primos, un mes antes que Digna tratara de escarmentarnos con la policía, y como un año también antes que el ciclón grande desapareciera parte de la recién formada colonia (ubicada en las periferias) con uno de los dos arroyos naturales que se crecieron, mismo que se llevó las jaulitas vacías de los pájaros de Bella, la pajarera, los cuales nunca volviera a atrapar a pesar de tanto alpiste y triquiñuelas ingeniosas, y de que las autoridades estatales declararan formalmente desaparecida a la madre de Beatriz  días ulteriores a la tragedia.
Digna era el centro de atención de la colonia, pues su miserable marido la golpeaba y llegaba sangrando a casa de mis padres para que la consolaran. Por eso un grupo de mujeres se armaron de palos y llevaron al cobarde sujeto que lloraba cuando le amenazaban el golpe, arrastrándolo hasta la comandancia. Y más tardaban en llevarlo que Digna en sacarlo y llegar corriendo con el hocico floreado. «Mira, Dignita –le advirtió Bella–, si vuelves a sacar a ese cabrón mejor ni vengas llorando que te partió la madre porque ni vamos a correr a ponerte ungüentos ni a meterlo al bote, ¡oíste!». A la semana siguiente amaneció una fosa séptica de la noche a la mañana en el patio de Digna, y su marido ya no volvió de un viaje eterno, según se supo. Esa misma noche, ardiendo en fiebre, tuve un extraño sueño. Soñé que una mujer lánguida, ataviada de diminutos huesitos, y con un tubo largo rematado con una hoja metálica corva, me depositaba maternalmente en el cubo de una papelera, y decía: «¡Ay, Licho, tú no eres de aquí ni de ningún mundo!», cubriéndose las fosas nasales.

[...]
Más tarde cubriría el dormitorio nauseabundo, cual fantasma melancólico.
            No quería…
            (no es justo)
            seguir viviendo así, como
            (NO ES JUSTO)
            autista.  –si de por sí– Y tal vez un poquito lo era más.
Me derrumbé sobre el humedecido camastro, que los últimos días había notado sórdidamente mordisqueado, al igual que el resto de la habitación, luego de solapar la amargura del silencio interior. No había luz y sí ladridos por doquier; los ramalazos soberbios del viento desalmado pugnaban por asirse de las cosas, de los solos, de los miserables y de los extraviados. Tembloroso invoqué el salmo de la pluma, como suspiro a la borrasca, la cual cogí empeñado y garabateé un mil ristras de incoherencias vanas.
Rememoré a dos ex compañeros de la escuela superior, nuestras largas y explayadas conversaciones en clave a plena clase; recapitulé justo las inflexiones históricas de Gustavo –un individuo empatista– y los debates dialécticos de Rústico –un esteticista kantiano cien por ciento– sobre el sofisma del Amor cibernético en nuestros tiempos, y  los espectaculares martes de convivio –ley nacional–, el esparcimiento de los viernes de dialéctica y, sobre todo, aquel inmoral interés por agitar al mundo intelectualoide universitario mediante la publicación mensual de impresos presupuestados por nosotros mismos, con los cuales tratamos de cimbrar la conciencia colectiva; recordé  también la angustia que precede a los actos deliberados, a existir y ser libre, o el tartamudear de mi antipático espíritu de crisálida en permanente reposo; pero unos nos fuimos desperdigando al paso inexorable del terrible tiempo, especulando sobre la invención de bulbos de filamentos incandescentes al vacío.
Dentro de impensables laberintos de incongruencias me hallé  insatisfecho de carácter. Sentí un poco de malestar al pensar en los primeros pobladores de esta gleba peninsular, y  más por mí, pues aún no estoy muy acostumbrado del todo a la lobreguez del sepulcro en vida, ¡ni al radical hecho de morir!
            ¡Cuántos suspiros calamitosos resistiéndose a aceptar la soledad, inmune a los sentimientos!  ¡Cuántos libros y qué de plumas en mis bolsillos andrajosos, sin poder siquiera respingar por ellos mismos! ¡Qué de deseos reprimidos a la fuerza!
            ¿Sentí frío?
Maderos y asbestos crujían estrepitosos justo sobre mi cabeza. Leñazos y más leñazos despiadados flagelaban a la ciudad a la hora de dormir. Chorros de mugre escurrían por los surcos de mi frente maltratada. El olor a alfombra podrida bajo mis pies se filtraba a mis entrañas no menos pestilentes. No había nada además del miedo y la angustia... no. No había nada. El fino paño que cubría de ingenuidad mi corazón había sido rasgado mortalmente, dejando al descubierto el oropel al alcance del ácido que recorre mis arterias de hule espuma. De pronto una figurilla agradable a mis sentidos cruzó mi vista que se esforzaba por ser útil. Su radiante calor y su clara vestimenta me envolvieron en una apacible ternura.
            No, no era nada.

[...]
«Donde el Salitre no devora», ¿qué diantre significa eso? ¿Lo escuché o lo soñé? ¿A qué se referiría Brisa aquella rojiza noche que murmuró respecto de dónde no soy? Mi cuerpo ha conseguido, admito,  una composición inaceptable últimamente: carnes ocres, dolor de espalda, manos asustadizas, pies entumidos, mirar corrosivo. Tan distinto al resto de la familia, vaga y lejana, como si no fuera en nada emparentado a ellos. Tenemos, por ejemplo,  a un Juan Claudio riguroso, que sí, que tú has de haber sido quien le abrió las puertas a las jaulas, que los gatos los sacaron a trocitos por las rejas, que no, que te digo que fuiste tú, ¡di que fuiste tú!, sí, está bien, yo fui, pero no me castiguen aunque no haya sido yo ¡ay!, imagíneme usted en estas condiciones de animador de las pláticas, contador de anécdotas y casi casi actor de las mismas, de ojos papujados –algo heredado vía sanguínea a Claudio Nüzhet, sobre todo lo de adulador en el comercio, aunque no la descarada ciberadicción–, ya me parece que lo estoy oyendo pedir un favor sin preguntar si es factible, ¡nomás di sí o no, y ya! ¡Qué cruz!; tenemos a Bella, la dedicada con decoro a todo asunto vinculado con el bienestar y la unión de los habitantes del hogar, armónica, descriptiva, sobre todo limpia; a una Thais que nació deprimida, pero se compuso, ahora transmite alegría y optimismo, meticulosa del pasado, experta en los oficios domésticos, esto es, no muy parecidos a este paceño que donde se sienta frunce el ceño, canijo soñador y errante nocturno que se encueva al salir el sol en su fría cámara subterránea, sí, un muchacho que conoce íntimamente el silencio de la ciudad por la noche, iluso, idealista, embaucador de las letras y el arte, propenso a olvidar y confundir menudencias, amante de las mentiras de la realidad, de la nicotina y los colores del barro, nauseabundo, cruel contra los placeres del mundo, de aliento furioso y más bien tranquilo, de carácter silencioso, jamás demasiado inteligente, necio, y ¡vamos! que parecía le había faltado aire al nacer, en palabras de Nüzhet de pura guasa, medio retraído –como solía decir serena la profesora Débora, ¡mé, mé, uh!–, pero sobre todo perniciosamente reservado; en fin, un desconocido en sus propias heces ¡caramba, qué descripción más considerada! Ahora bien, que voy a salir, es de noche, lo sé, se acabó el trabajo por hoy, que me he enmarañado en mi propia patraña, cuál, igual da embadurnarse de simpleza que de cuacha.
            –¡No por lo menos tú, coloradísima noche!

[...]
Tampoco creo ser una de esas personas que expresan efusivamente sus emociones, me repugna buscar rostros o permitir abrazos de cumpleaños, manifestar gestos, conque tuve dificultades para no hacer notar el desgano que revelaba al fijar la vista en el techo durante el sepelio de mi nana, y recibir un codazo de Bella cuando presentía que gesticulaba una risita idiota viendo algo en el cielo. Ni cuando Nüzhet fue a parar al hospital la vez que optó por usar bicicleta y se rompió tres costillas. De la bicicleta Bímex sin frenos, arrumbada en el patio toda desbaratada, se bajaba corriendo a buscar una piedra para la rueda trasera y detenerse, método que le había solucionado el procedimiento anterior de gastarle las suelas a los zapatos. Se le veía a las carreras por las banquetas, jugando corriditas a los camiones urbanos, efectuar piruetas peligrosas, un crack del biciclo a los dieciséis años, y habría llegado muy alto como exhibicionista intrépido de no ser porque un día apostó con un amigo subir el cerro de La Calavera hasta la cima, sin bajar un sólo pie para apoyarse en el trayecto, y bajar de la misma forma intacto con los ojos cerrados.
Aceptó el reto. Estaba seguro de culminar la hazaña y salir victorioso del acto. Se estropeará, claro que no, pensó. Convincente afirmaba cómo era que la quintaesencia le respiraba al oído. Aun quizá no lo sería. Estiró levemente sus músculos, tomó el manillar de la bici, subió la colina sudando la gota gorda, centímetro a centímetro, con las pantorrillas hinchadas a su máxima expresión, rodeó el semicírculo de concreto en la cumbre y siguió a bajar de inmediato, ¡sin frenos!, los sentidos alertas, por la banqueta hacia el voladero a velocidad criminal, gastándose las suelas de los zapatos tratando de quitarle vuelo al endemoniado aparato, pero cuando estuvo a punto de cumplir la proeza, metros antes de la meta, un cordoncillo se le enredó en la estrella y... ¡a la madre patria le hubieran faltado insignias para conmemorar al héroe que derrapó como dar y gracia veinte metros con el artefacto al tobillo, ante la mirada inquisidora de los curiosos deportistas de El Molinito! Se levantó rabioso, no por caer y perder un segundo de gloria, sino por la vergüenza al fallido intento. Recogió callado su vehículo inservible, con las manos y las rodillas en sangre viva, despeinado, sacudió un poco sus rasgadas ropas y marchó a grandes zancadas cargando a su triste amigo de mineral oxidado por todo el palmar del malecón; no quiso voltear a ver por un fragmento en el tiempo una bandera a rayas rojiblancas con dos estrellas nuevas hondeando en la antigua Casa de Gobierno, indicando una absurda república en una patria todavía inédita para las armas nacionales; ni quiso dar por enterado otro de los desatinos del tiempo y la realidad: eran soldados de la Corona española salvaguardando sus intereses y a unos espantados misioneros en la misión de Nuestra Señora del Pilar quienes trataban de inventar santos indios para manipular la fe de la muchedumbre nativa rebelada en el sur –como lo harían siglos más tarde–; así caminó tres kilómetros y medio, ardiendo en furia porque los aborígenes que precedían una inhumación marina parecían mirarlo; se introdujo por un monte espeso de espinas, choyas,  mezquites, chureas, chamizos y pintillos pétreos que antes nunca se había fijado estaban ahí; siguió por lo que creyó debía estar años más tarde toda la calle Cinco de Febrero, hacia arriba, tras lomita, lo que le pareció unas catorce cuadras, pasó frente a un disturbio de zombis aglutinados donde inauguraban un establecimiento de hamburguesas con doble queso en medio del espanto solar, dobló a la derecha para tomar el antiguo camino fantasma del sur, y no se detuvo hasta respirar el presente inmediato en el puente de la Ocho de Octubre, torció a la izquierda y penetró aún más fastidiado a un barrio donde lo conocía el Junior’s, propietario del gimnasio, el tendero de la esquina, el del puesto de revistas, las viperinas de la tortillería, los cholos y mariguanos que se juntaban en el depósito, los vecinos y amigos de la cuadra; al fin entró a casa y fondeó contra la pared del patio el instrumento de su desgracia, en seguida de siete kilómetros de cargarlo a lomo, para nunca más volverlo a usar. Por la noche, en que Bella vio a Nüzhet darse el gusto de caminar a tientas por el pasillo de vitropiso azul de la casa, los ojos cerrados y las manos extendidas, no podía dormir de lado, y lo condujeron en un solo grito hacia el hospital con nombre jesuita, Salvatierra, hirviendo en fiebre.
–Ay, no se me enoje, “señora de las cuatro décadas” –dijo sin abrir los ojos–, aaayyy.
            –¿Tienes miedo, “Niuzhet”? –preguntó Thais.
            –No –respondió–. Lo que tengo es hambre, ay.
            Ambos se vieron un instante y se soltaron riendo.
            A mí me obligaron a ir a cuidarlo esa noche. Lo vi indefenso y tranquilo en la cama. A la chingada las lágrimas dije, como el poeta chiapaneco, y me puse a llorar, como se pone a parir.

[...]
            –En ocasiones –comentó una vez la linda Brisa del oeste, poniendo un pie sobre el tablero del auto– siento la necesidad de tener a alguien con quien platicar, de quien preocuparme y ser correspondida. ¿Alguna vez te has sentido inquieto ante la presencia de una chica? –se frotó las partes pudendas, serena, sin malicia. 
            –Umm... Tal vez. Eso parece.
            –Nat, tú eres hombre...
            «Y no me arrepiento» pensé.
            –... dime, no te rías, qué pensarías de una chica a la que le pasas y se te insinúa discretamente.
            –Oh, mira, ocurre que existimos quienes somos demasiado tarugos para percibir las “pistas”; y habrá quienes no. Sin embargo, las chicas son muy aventadas, lo cual a veces te intriga. Uno llega a guardar resentimiento contra quien te ha hecho algún daño. Por otro lado, ¿él sabe que existes? ¿Se nortea? ¿Es lurio?
            –No lo sé con certeza. Me pareciera una cosa y al otro día otra. No sé qué hacer. Creo que no nací para esto. Me estoy dando por vencida. ÉL sólo considera responderme con miradas compasivas, o me rehuye... ¡Ya no los hacen como antes! –la actitud de la noche la sorprendió.
            «No es para tanto, Brisita»
            –¡Qué torpe! –respondí, observando por el retrovisor a la izquierda.
            «Qué tonto» volví esta vez a pensar, mirándola triste inclinó la cabeza, semejante a un pardo tildío cubriéndose de la tormenta, de carácter apasionada y tierna, resistiéndose  a aceptar la soledad, acurrucada en la semipenumbra carmesí del asiento del copiloto, con su cabellera húmeda –mi debilidad eterna– recogida con una cintilla. Buscaba un instante de paz en mi incomprensión. Tan atractiva me parecía, indiferente era a mis impresiones, que de haber comprendido la habría tomado entre mis brazos para protegerla de las inclemencias de la intemperie.
            –¿Serías tan amable de dibujar para mí una alondrita? –me dijo luego de unos instantes.
            –Por supuesto –sí sí sí–. Debes ya descansar... ¿me ayudas a pushar el carro?
            Brisa sonrió divertida. No sabía que seguiría haciéndolo con la misma ternura otro semestre más. Aquí, a fuerza de cobardía, acepté igual que había sido víctima del balazo furtivo de una mirada, y había querido estarla salvaguardando de las equivocaciones que solemos cometer los humanos, pero la insistencia se me esfumó de las manos. No quería estar seguro. Ni yo era… dilo, ni yo era demasiado hábil para protegerme de los descuidos sentimentales.
            Cuatro días después desperté acalorado. Había soñado con Brisa. Iba de puntitas sobre un campo de hojarascas cristalinas, las manos entrelazadas atrás, ataviada de un camisón diáfano que transparentaba su hermoso cuerpo desnudo de mujer hecha y derecha. Caminaba sola, barbilla abajo, apacible, removiendo la hojarasca que en realidad eran fotografías de mi niñez, sin expresar gesto alguno. Quise acercármele, pero su frío índice me paralizó justo en los labios. Jadeé. Movió de un lado a otro la cabeza, examinando los estragos de su ausencia en mi ansiosa figura por tenerla más cerca. Suspiró. Al fin sonrió silenciosa. Temblaba. Temblaba su cuerpo virgen recién descubierto, talle clarificado rodeado de hiedra. Mordisqueó suavemente el lóbulo de mi oreja, y friccionó licor de flores en mis congelados labios. Temblaba mi piel tostada, análogo a un primer orgasmo. Dio la vuelta y marchó muy quitada de la pena, en dirección al ocaso. Desperté avivado, con los labios quebrados, levantando carpa, maldiciendo el lecho, al ropero, la cobardía ¡diablo de hombre!, el olor podrido que emanaban mis poros salitrosos. Me senté sobre la cama, quieto aspirando el aroma a tierra mojada a la distancia, a poner en orden mis pensamientos alterados. Recordé el retrato del hijo de una antigua conocida y lo coloqué bajo la almohada, para tranquilizarme un poco. Era un dulce anhelo. Brisa y su cabeza apoyada en mi hombro… una imagen florecida en la gladiola de la nostalgia.
            –Quiero que te quedes conmigo –la oí decir detrás de la puerta–. No tengas miedo...
            Gracias por dejarme entrever por la cerradura de tu lejano mundo... –intenté avisarle, como un susurro, antes que se marchara– Gracias por haber estado a mi lado las veces que he estado en el suelo... por mostrarme los senderos de la vida, y acompañarme por el mejor de ellos... Gracias por haberme dejado respirar un poco de tu aliento, las veces que me hizo falta... o cuando tan sólo levantabas mi rostro lleno de culpa que te sacaba la vuelta... Gracias por estar aquí, bajo mi tormenta, haciendo menos dura mi condena espiritual, y estar mirándome con una linda sonrisa, tiernamente eterna, escuchando y comprendiendo lo que digo... tú me dices que no es nada, mas yo afirmo que lo es todo... tan sólo por eso corresponderé tu cariño... dando mi vida por ti... tan sólo por eso...
            (No te rías, por favor, eso me hace más daño...)
Volví a poner los zapatos en cruz bajo la cabecera de la cama (... ¿sabes? Nunca me hiciste a, linda). Finalmente, a la hora, concilié el sueño.
            (sino cuando te extrañé)

[...]
Nunca me canso de pensar en la ocasión que mi madre deseó plantar las semillas de lo intangible, por recomendación de una viejecilla “molacha” venida a menos, originaria del estado de Guerrero. La mujer dio recomendaciones para que en doce macetas se sembraran doce semillas de aire, mientras se rezaba al mismo tiempo una oración ininteligible, lo cual Bella, con ayuda de Thais, realizó al pie de la letra. A mí me parecería ridículo todo aquel teatro de recoger los frutos de las matas invisibles en los tiestos vacíos del patio. Y más todavía seguir el chusco de hacer como que se ingería el producto que servía para desempolvar el entendimiento y el corazón, o el mal de ojo, según la necesidad del remedio.
            Quien sabe cómo estuvo que ya tenía decenas de frasquitos invisibles en los cachivaches del roído ropero, de los cuales todos los días tomaba alguno para tal o cual padecimiento repentino. Me di cuenta de la estúpida farsa en que estábamos inmiscuidos cuando empecé a soñar a la viejecilla “molacha” quien se reía de nosotros por andar haciendo babosadas que ella había inventado para sacarles dinero a personas crédulas. Un día no pude soportarlo más y rompí varias docenas de frasquitos de vidrio imaginario que guardaba entre las cosas mordisqueadas del rústico ropero. Durante las siguientes seis semanas me corté la planta de los pies tres veces, y Nüzhet siete ocasiones, por andar pisando descalzos los vidrios invisibles de los frascos, hasta que otra mañana, de tanto barrer con una escoba igual de invisible, con la que me sentía peor de idiota, limpié de cristales la moqueta del piso café.

[...]
La postrimería del curso estaba acercándose, y para mí algunos rostros que no deseaba volver a ver, junto al rechinar de mis articulaciones emporcadas de mañanas. Desamparado. Pero el frío estentóreo invernal se anudó sin querer en mis ojos y en mi garganta marchita.
Alcancé a pensar en Brisa, en la armonía que compone su alma buena:
            –¿Todavía “late”? –preguntó.
            –¡Tú qué crees? –dije, colocándole el índice en la barbilla (a manera de arma), que bajó por su cuello y se detuvo justo en el nacimiento de sus inflamados senos.
            –Debes tener cuidado –y me estrechó en sus brazos–. Eres muy sensible.
            A Brisa, quizá a mí, se le escurrieron las lágrimas. Apreté los ojos. Tiré del gatillo.
«¡Quien me manda ser poeta!» pensé, y perdiéndome en la cuna de sus pechos el avanzado proceso de corrosión del salitre terminó de devorar mis sentidos. Evoqué borrosamente por penúltima vez sus lindos labios: «Porque tú no eres de aquí ni de ninguna parte», me dijo con voz tenue, y me dio sus razones, algo que no habría jamás de comprender...

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