16/08/2010
I
Jesús Silva-Herzog Márquez (*)
En “Un futuro para México”, Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda subrayan el fardo de nuestro pasado. Una obsesión por la historia obstruye el camino del país. Serle fiel a los huesos de nuestros próceres es más importante que abrirle horizonte a los mexicanos.
Tienen razón: pensamos en clave conservadora: el deber de cualquier política (de la derecha a la izquierda) es continuar una tradición y conquistar el aplauso de los muertos. Pero no es ése el único imán que sujeta el avance del país. El futuro también nos paraliza.
Octavio Paz entendió muy bien que el futuro puede ser una trampa. Construyendo la felicidad del mañana, edificábamos cárceles para hoy. La democracia, decía, es el régimen del presente: un régimen de los vivos, con los vivos y para los vivos. Quienes buscan justificación en las generaciones que murieron hace cien años o en las que nacerán dentro de cien años defienden, por igual, un cautiverio.
Pero nosotros no padecemos aquella tiranía ideológica de los regímenes revolucionarios, sino la tiranía del interés mal entendido de nuestra democracia atascada. En la desgracia del adversario está el escalón de mi ascenso. Tras mi victoria empezarán los cambios que el país necesita.
No me refiero entonces al futuro que se bosqueja en ideas y en proyecto sino el que trama la ambición. Más que el peso del futuro, es el peso del futurismo. El futuro puede invitarnos a la transformación, el futurismo pospone cualquier cambio al éxito de mañana. El futuro puede aclarar coincidencias y conminar a la decisión.
El futurismo se obsesiona con las pequeñas diferencias y los antiguos resentimientos para atarnos las piernas. El futuro lanza la vista al exterior en busca de enseñanzas. El futurismo hace de cada ambicioso sinónimo de interés patriótico.
Se percibe como natural que, a más de dos años del relevo presidencial, las energías de todos los actores políticos se dediquen a la política del reemplazo. Así es, nos dicen. El sexenio ya se acabó: ahora es tiempo de preparar la sucesión. Éste es el signo de los tiempos democráticos: los ambiciosos deben organizarse con tiempo para tener éxito.
Seamos realistas: demos por muertos los meses que le restan a la presidencia. Enfatizan las diferencias con el pasado para advertir que ya no puede seguirse el dictado de la disciplina y la inmovilidad. Antes, el que se movía no salía en la foto, dicen. Ahora hay que moverse mucho para aparecer.
El problema es que el movimiento del que hablan no es el movimiento para el logro sino movimiento en busca de presencia. No somos testigos de campañas que se van conformando a base de éxitos políticos, de iniciativas audaces, de acuerdos parlamentarios, sino larguísimas campañas de imagen. Declaraciones, apariciones, ceremonias...
Hasta lo más urgente es nulificado por la persuasión del futurismo. Hasta lo más obvio, lo más inocuo es postergado por los sobornos del futurismo. Estamos de acuerdo en caminar hacia la puerta pero no estamos dispuestos a que el crédito del recorrido se lo lleve Fulano. Coincidimos en que tenemos que cambiar de coche pero no en quien debe estrenarlo.
Ni siquiera el sangriento dramatismo de nuestra inseguridad ha logrado ahuyentar ese fantasma. Los protagonistas del juego político siguen en el irresponsable rebote de las recriminaciones.— Venimos a dialogar para que se vea que venimos y para ver si magullamos a nuestro enemigo, pero no piensen que estamos dispuestos a llegar a un acuerdo con él, le dijo, con otras palabras y con peor tono, la presidenta del PRI al presidente Calderón.
El circo mediático y el entretenimiento de la opinión tiene una parte de responsabilidad en esta desgracia. Desde hace meses, todo fenómeno político es evaluado a través del deporte monopólico de la sucesión. Si le hacemos caso a la prensa, en México sólo sucede la muerte y la grilla. Si algo pasara en México además de las ejecuciones cotidianas, nadie se percataría, a menos de que un ambicioso lo abordara. Se da cuenta de los huracanes solamente reportando cuáles son sus implicaciones para tal precandidato. Si se presenta una iniciativa de ley se pasa por encima el mérito de la propuesta y se brinca de inmediato a especular quiénes serán los beneficiarios electorales y quiénes podrían resultar damnificados. Desde hace años las encuestadoras se entretienen con ese juego. ¿Si las elecciones fueran hoy—y no dentro de cinco años—quién sería su candidato? En esas andamos: sin trazo de futuro, con mucho pasado y demasiado futurismo. El futurismo también es enemigo del futuro.— México, D.F.
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