Alfonso Muñoz Cáñez
En su libro La Libertad, Schopenhauer advierte que los filósofos antiguos no
deben ser seriamente consultados, porque su filosofía, todavía en estado
infantil, no se había formado una idea adecuada de los problemas más graves y
profundos, como el del libre albedrío, el de la realidad del mundo exterior o
la relación entre lo ideal y lo real.
Para
apoyar su afirmación, el filósofo alemán hace el comentario de que San Agustín,
en De Libero Arbitrio, se opone a
conceder al hombre el libre albedrío, temiendo que el pecado original, la
necesidad de la redención y la libre elección a la gracia queden suprimidos y
pueda al mismo tiempo el hombre, con sus propias fuerzas, llegar a ser justo y merecer
la salvación.
Schopenhauer agrega que el IV libro de los Macabeos, en la Biblia de los
Setenta, es en cierto modo una disertación sobre el libre albedrío, puesto que
se prueba en él que la razón tiene fuerza suficiente para vencer todas las
pasiones y todos los afectos.
En
otra parte San Agustín escribe: “si el hombre siendo de otro modo sería bueno,
y siendo como ahora no lo es, y no puede serlo, ya no siendo como debe ser, ya
viéndolo sin poderlo lograr, no hay duda de que semejante estado es una pena y
un castigo”.
Después
de ofrecer al lector ese pasaje, Schopenhauer advierte que tres motivos
inducían a San Agustín a defender el libre albedrío: su oposición contra los
maniqueos, la ilusión natural (que confunde lo voluntario con lo libre), y la
necesidad de armonizar la responsabilidad moral del hombre con la justicia
divina. San Agustín no dejó de percatarse de un problema tan difícil de
resolver, como lo demuestra en el siguiente planteamiento: “Puesto que creemos
a Dios principio de todos los seres, nos cuesta trabajo comprender cómo es
posible que cometiendo el alma pecados y creadas las almas por Dios, no se le
atribuyan a El esos pecados”.
Fogosamente
contra el libre albedrío, Lutero advierte: “Dios lo ha previsto todo y nos guía
por un consejo y virtud infalibles e inmutables”.
Vanini,
a principios del siglo XVII, en su libro Anfiteatro
de la Eterna Providencia, razona de la siguiente manera: “Si Dios quiere el
mal, lo hace porque está escrito; ha hecho cuanto ha querido. Si no lo quiere, hay que decir que Dios es
imprevisor, o impotente, o cruel, puesto que no sabe o no puede realizar su
voluntad, o no se ocupa en hacerlo. Pero algunos filósofos rechazan esta
doctrina porque dicen que si Dios no quisiera acciones impías, le bastaría con
mover la cabeza para aniquilar el mal hasta en los últimos confines del mundo.
¿Quién podría resistirse a su voluntad? Entonces,
¿cómo se comete el mal a pesar suyo, cuando da a los culpables las fuerzas
necesarias para evitarlo? Y si el hombre
peca contra la voluntad divina, ¿será Dios inferior al hombre que combate
contra El y se le resiste? Infieren de
todo ello que el mundo es como Dios lo desea, y que si lo deseara mejor, mejor
sería”.
En
uno de sus libros Jorge Luis Borges recuerda que en el siglo IX, Juan Escoto
Erígena negó la existencia sustantiva del pecado y del mal y declaró que todas
las criaturas, incluso el diablo, regresarán a Dios.
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