Alejandro Alvarez
No existe periodo del año en
el que exista tan amplia coincidencia ciudadana para vacacionar que el de la
llamada Semana Santa. Ni se crea que los sudcalifornianos somos en esto muy
originales, nada más asomarse a lugares como Acapulco, Puerto Vallarta y
Veracruz nos puede dar idea clara de la unánime práctica del relax en esta
temporada.
Lo único que recuerda a las santas escrituras en estas fechas es el
éxodo de compatriotas que a un ritmo frenético abandonan las ciudades e invaden
la provincia, particularmente la costera.
El catolicismo que profesa una amplia
mayoría de los mexicanos es de tal naturaleza flexible que, afortunadamente, no
encuentra ninguna contradicción entre el recuerdo del sacrificio de Jesús de Nazareth
y el chapotear y observar gozoso de cuerpos semidesnudos en alguna de las
playas.
Si el Nazareno se asomara por Los Cabos, un intenso rubor cubriría su
rostro al descubrir algunos de los divertimentos que bajo su auspicio
vacacional se realizan.
Quizás sea esta
característica la que le ha permitido al mexicano congeniar la religión con su
naturaleza festiva y poco afecta a los sacrificios en nombre de la fe. En esto
también nos podemos considerar afortunados ya que es impensable que algún
mexicano se forre de dinamita y en
nombre de Dios se haga estallar frente a una embajada gringa o en un autobús o
dentro de un coche bomba como lo practican algunas sectas musulmanas.
En las lejanas épocas en que
las células comunistas mexicanas organizaban secretamente la revolución armada,
de una sola cosa estaban plenamente convencidos los conspiradores: la
insurrección no se realizaría en semana santa.
No existía ningún argumento, por
más marxista que se fuera, que pudiera afrontar con éxito la desbandada de los camaradas junto con lo que llamaban la clase
obrera enajenada. Ni siquiera estos auto calificados militantes a prueba de fuego resistían el canto de las
sirenas semanasanteras.
Mucho menos un humilde trabajador asalariado sediento
de una ballena helada a la orilla del mar, bajo el rumor arrullador de los
graznidos de las gaviotas y un levísimo oleaje. Teniendo en mente este
escenario nuestros compatriotas desde el viernes previo al de la pasión
organiza minuciosamente todo lo indispensable para una larga acampada. Ahí en
su pequeño auto cabe de todo, tanque de gas, estufa, lonas, perro, y desde
luego la suegra y algún cuñado colado.
Día tras día, a la luz de una
fogata, cantando a capela o acompañados de una guitarra pasa el tiempo,
alternando la comida, la carcajada, el trago y puede ser que hasta una oración.
De cuando en cuando salen al rescate de un vehículo atascado en la arena o de
un candidato a ahogarse en el mar o de un ahogado de tanto pistear. Ni qué
decir de los romances que nacen al cobijo de estos campamentos. Por eso cuando
uno solitario vaga por la ciudad buscando un amigo no se cansa de preguntar
¿hay alguien en casa? teniendo como respuesta un largo silencio.
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