Alejandro
Álvarez
Irrumpía
el verano del año de mil novecientos ochenta y seis. En un oscuro local
sofocante ubicado contra esquina del Hotel Acuarios iniciaba, al
atardecer, una reunión de la izquierda
sudcaliforniana más representativa: Partido Revolucionario de los Trabajadores,
Movimiento de la Revolución Proletaria (así se llamaba, en serio), Partido de
la Revolución Socialista, Partido Socialista Unificado de México, Partido
Mexicano de los Trabajadores. La izquierda de los ochentas y previa a esa
década tuvo una obsesión por los nombres revolucionarios que estremecieran sólo
de escucharlos. El orden del día era escueto. Número uno, lista de presentes.
El representante de la organización enunciada decía: ¡presente!, de preferencia
levantando el puño izquierdo –era muy importante que fuera el izquierdo–.
Número dos, las alianzas electorales. Era fundamental la unidad electoral de la
izquierda, pero era más fundamental cerrarle el paso al oportunismo de la izquierda.
Eso se traducía en negarle cualquier espacio al PSUM en las planillas
electorales. El PSUM era entonces el enemigo más peligroso a vencer para la
izquierda “verdaderamente revolucionaria”. Más peligroso que la derecha era el
PSUM porque “confundía al proletariado”. Número tres. El apoyo al movimiento
insurgente, premonitorio del
estallamiento social tan esperado. Todo el poder a las masas
revolucionarias, esa era la consigna. Pasada la medianoche se escurrían los
asistentes hacia la oscuridad que envolvía a la ciudad con el único punto
agotado del orden del día correspondiente a la lista de presentes y sin avances
en las alianzas y sin acordar el apoyo a la insurgencia popular. El
representante del PSUM se negaba a aceptar la jugosa propuesta del resto de los
“compañeros” que consistía en una suplencia de regidor de la lista electoral municipal
de La Paz, como muestra de unidad. La cerrazón de los pesumistas dejaba a la
alianza tambaleando, de nada sirvieron los sesudos análisis de las
contradicciones y de las condiciones objetivas y subjetivas insurreccionales
que perfilaban el advenimiento de un amplio movimiento de masas, discurso a
cargo de los íconos de la izquierda chollera que después de quince minutos de
discurso empezaban a lanzar por la boca pequeñas partículas de saliva
convertidas en minúsculos botones de espuma.
A
la semana siguiente en un nuevo intento por conciliar a las huestes insurgentes,
los representantes de las prolongadas y vigorosas siglas se volvían a
encontrar. En esta ocasión se presentaba un grupo comisionado del movimiento
revolucionario cabeño encabezado por doña Obdulia, una señora bordeando las
seis décadas cuyo cabello extrañaba el paso del peine, el agua y el jabón. La
acompañaba su “pareja”, en aquellos años los izquierdistas no tenían novia, ni
esposa, tenían “pareja”. El galán
“pareja” joven de treintaitantos lucía camiseta de tirantitos, chor hasta la
rodilla y chancletas pata de gallo. Mientras doña Obdulia daba un informe
pormenorizado de los últimos actos revolucionarios de invasión de predios y
lotes, su “pareja” se limpiaba con los dedos de las manos los espacios entre
los dedos de los pies y arrancaba pedacitos de cuero y uña. Cada cierto número
de jalones discretamente limpiaba con religioso cuidado sus manos auxiliándose
de los bordes de la camiseta de tirantitos. Toda la izquierda, como un puño
cerrado de unidad y contundencia, después de horas de discusión acordaban dar
un apoyo total e incondicional –los apoyos de la izquierda al movimiento
insurgente de las masas siempre fueron totales e incondicionales–. Apoyo que se cristalizaría en un manifiesto a la
Opinión Pública señalando al PRI y al gobierno de cualquier agresión que
sufrieran los compañeros invasores. Después de la medianoche, nuevamente los
camaradas se adentraban en las oscuras y arenosas calles paceñas, en medio de los
ruidosos encendidos de los motores viejos y humeantes de los carros fronterizos,
sin haber alcanzado el caro –carísimo- anhelo revolucionario, la unidad de los
membretes, es decir, de la izquierda. La camarada Obdulia y su joven pareja
caminaban abrazados, el chancleteo de las patas de gallo se iba diluyendo entre
los ladridos de los perros.
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