Por Martín Granovsky
No estaba yo exiliado pero el 31 de diciembre de 1982, de paso por Madrid, festejé la Nochevieja con un grupo de exiliados. Comimos, bebimos (bastante) y cantamos. Terminamos con el repertorio completo de las canciones de la Guerra Civil Española. No perdonamos ninguna. Ni ésa de “El Ejército del Ebro/ rumba la rumba la rumbambá” ni la de “No se rinde un gallo rojo, más que cuando está ya muerto”. Durante dos horas la gente que estaba en el restaurante nos escuchó con paciencia y, me parece, sin familiaridad, como si fuésemos turistas islandeses que gracias al vino en sangre recordáramos temas infantiles. Hasta que un viejo se acercó a la mesa y nos hizo callar: “En España ya hemos sufrido mucho”.
¿Franquista? ¿Republicano? ¿Una víctima? Jamás lo supimos. Pero tenía edad para haber vivido la Guerra Civil que se libró del ’36 al ’39 y para recordar esas canciones. ¿Y el resto? ¿Y los más jóvenes? Tuve la sensación entonces de que, sencillamente, nunca las habían escuchado. Tengo la sensación ahora de que la represión sistemática de Franco, que mató hasta su muerte, logró obturar no sólo la resistencia masiva, sino el recuerdo íntimo y familiar.
Los otros parroquianos, salvo el viejo, tenían no más de 40. Eran la generación del destape. Ya saben, en 1977 España se destapó y descubrió que las españolas tenían tetas. El franquismo las había ocultado.
Pasó mucho tiempo y hoy, en 2010, España vive su segundo destape, sólo que menos festivo que aquél. En lugar de culos en los kioscos, información sobre tumbas sin nombre. En vez de la libertad exhibida en la calle y el derrumbe de la censura, la historia de la Guerra Civil cada vez más presente. Nada de tetas: cada vez más debate sobre los fusilamientos de Francisco Franco desde que se levantó en armas contra la República, en 1936, hasta que los médicos le quitaron los tubos en 1975 y murió.
España venía preparándose para este destape doloroso, que hasta ahora sólo estaba presente en el cine, en Joan Manuel Serrat, Víctor Manuel y Ana Belén y en la obra de los historiadores profesionales. La Ley de Memoria Histórica fue un primer instrumento, en el plano legal, y coincidió con que José Luis Rodríguez Zapatero fue el primero de los presidentes de gobierno que mentó a la República y rindió homenaje a su abuelo fusilado antes de asumir el cargo.
Pero el gran disparador del destape sin tetas es la ofensiva contra el juez Baltasar Garzón. Lo impulsaron la Falange y dos organizaciones de ultraderecha. La apoyaron, frívolamente, magistrados críticos con Garzón con motivos válidos o sin ellos, conservadores del Partido Popular irritados con sus investigaciones y dirigentes socialistas ofendidos todavía desde que el juez investigó grupos parapoliciales operativos en el gobierno de Felipe González.
Parecieron creer que el reemplazo de Garzón sería un simple trámite. Es evidente que no tuvieron en cuenta el papel simbólico de Garzón fuera de España, y sobre todo en América latina, donde su participación en el procesamiento de Augusto Pinochet significó la segunda vuelta de revisión legal del pasado tras la primera ola, representada por el juicio a las juntas que inició sus audiencias públicas hace 25 años exactos, el 22 de abril de 1985.
Tampoco tuvieron en cuenta, tanto los franquistas como los frívolos, que fuera de España no hace falta ley de Memoria Histórica para habilitar el recuerdo de la Guerra Civil. Miles de exiliados republicanos diseminaron la historia y las canciones por Francia, por México, por Chile, por la Argentina. Desde entonces, la pelea de la Segunda República formó parte de la tradición libertaria, revolucionaria o democrática de movimientos sociales y políticos en todo el mundo.
Un gran historiador francés experto en España, Pierre Vilar, muerto en 2003, recomendaba distinguir el apaciguamiento del conformismo, que alteraba los datos del pasado. Y como parte de ese conformismo refutaba en Sobre 1936 y otros escritos la idea falsa de que “todas las responsabilidades se reparten a medias”. Decía Vilar: “Yo comprendo que sea triste recordar que unos españoles han sido víctimas de otros españoles. Pero, durante cuarenta años, sólo se ha conmemorado la memoria de una clase de víctimas, los llamados ‘muertos por dios y por la patria’. Y apenas sería paradójico decir que la primera ‘víctima del franquismo’ fue toda España”.
Agregaba Vilar que “sin duda las víctimas del franquismo menos discutibles, aquellas de las cuales el franquismo fue claramente responsable, son los hombres y mujeres ejecutados fuera de combate y aquellos que fueron abatidos después de abril de 1939 ante los pelotones de ejecución, en virtud de la ‘Causa general’, palabras que definen bien un proceso de ideología y de clase”.
Los caminos de recuperación de memoria son mucho más complejos que una causa judicial. No están dominados sólo por la verdad de las investigaciones históricas, sino por los arduos y simultáneos senderos del atajo, del olvido sistemático de los victimarios y del olvido selectivo de las víctimas, de las ideologías y las conveniencias, del pensamiento y del cinismo, de las urgencias cotidianas y los dolores profundos.
Un juez o una causa, en el mejor de los casos, son sólo un catalizador de procesos nuevos. Garzón cumplió ese papel cuando se declaró competente para entender en crímenes del franquismo. Sus críticos parecieron creer que quitándolo como un corcho podrían tomarse el contenido y aflojar la presión. Ahora ellos, y de a poco toda España, se asombran porque tiraron un corcho al cielo y miles de corchos llueven sobre sus cabezas, multiplicados en el exterior. Quizás olvidaron que, en este mundo, también es global el recuerdo: “Pero nada pueden bombas / rumba la rumba la rumbambá / donde sobra corazón, ay Carmela, ay Carmela/ donde sobra corazón, ay Carmela, ay Carmela”.
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