sábado, 3 de abril de 2010

CRISIS DEL CATOLICISMO Y TRANSICIÓN MORAL...


Ramón Cota Meza


    Las recientes admisiones de la jerarquía católica de actos abominables contra víctimas inocentes en su seno, no parecen haber causado demasiado escándalo. Después de las muchas denuncias en varios países desde hace unos diez años, más las que se acumulan, estos sucesos tienden a producir cada vez menos asombro. No hay que verlo como demostración de cinismo o de indiferencia social, sino como confirmación de la creciente separación entre la moral individual y los códigos y jerarquías tradicionales.

La pregunta sobre el futuro de la Iglesia católica parece menos interesante que la relacionada con la transición hacia nuevas formas de experimentar la moral individual y colectiva. Gilles Lipovetsky identifica una transición hacia la “sociedad posmoralista, una sociedad que repudia la retórica del deber austero, integral, maniqueo y, paralelamente, corona los derechos individuales a la autonomía, al deseo, a la felicidad. Sociedad desvalijada de su trasfondo de prédicas maximalistas y que sólo otorga crédito a la normas indoloras de la vida ética.” (El crepúsculo del deber). Hay que ponerle asterisco a esta definición, pero prosigamos…

“Todos somos tanto actores como testigos de un gran estreno antropológico”, dice René Girard. “Nuestra sociedad ha abolido la esclavitud y después la servidumbre. A continuación ha llegado la protección de la infancia, las mujeres, los ancianos, los extranjeros de fuera y los extranjeros de dentro, la lucha contra la miseria y el subdesarrollo (…) la universalización de los cuidados médicos, la protección de los incapacitados, etcétera.” Hay comedia y verdad en todo esto, acota (Veo a Satán caer como el relámpago).

Las denuncias de abusos sexuales por miembros mexicanos de la Iglesia católica pueden verse como parte de esta nueva etapa del proceso de secularización. Hasta los clérigos se liberan de la obediencia ciega a la autoridad y reivindican sus derechos humanos. Visto desde dentro de la Iglesia católica, el cambio parece haber sido precipitado por el activismo pro derechos humanos de Juan Pablo II, pese a su cerrazón a reconocer los abusos de sus subordinados. El cambio interno desatado por él mismo lo rebasó.

El desfase entre la rigidez doctrinaria y la modernidad social es evidente en los países desarrollados y cada vez más en el resto: creciente escasez de sacerdotes y seminaristas, deserción de la feligresía de los actos litúrgicos, alejamiento de las mujeres, ahora más orientadas a su realización personal que a los rituales de obediencia, indiferencia de los jóvenes ante los mandatos de abstinencia sexual, disminución de apoyo financiero de creyentes ricos, que prefieren canalizarlo a la filantropía administrada por profesionales, auge de la filantropía mediática, ocupación de las plazas académicas católicas por profesionales laicos, en fin, una erosión acelerada de los pilares del catolicismo tradicional.

Las revelaciones de actos abominables por curas abusivos de su propia autoridad aceleran esta transición. Nada de esto refuta al cristianismo, sólo lo hace más portátil y flexible. En el fondo siempre ha sido así, pero la fe y la piedad son ahora más libres y más paradójicas: más discretas y más ostentosas, según la orientación de cada cual. Una persona puede sentir su conciencia tranquila haciendo el bien sin mirar a quién, pero tiene la opción de ostentar sus buenos sentimientos usando la apertura de los medios de comunicación. El culto al cuerpo es hedonista pero también expresa responsabilidad de sí, libre de todo sentimiento de culpa.

La nueva actitud de los creyentes se expresa también en la presunción generalizada de que el abuso sexual por curas está relacionado con el celibato. Con información científica se asume que las personas insatisfechas de sus necesidades elementalmente humanas tenderán a cometer actos monstruosos. Ahora muchos comprenden que los curas sexualmente reprimidos, colocados en posición de autoridad sobre personas indefensas en espacios aislados y protegidos por la impunidad y el secreto, son una amenaza de la que hay que tomar distancia irrevocable.

No sabemos cómo vaya a reaccionar la Iglesia católica a esta crisis moral en sus propias filas. Pero está claro que cualquier decisión honesta modificará sus pilares institucionales. El celibato ya no es símbolo de estatus, sino déficit de realización humana. Una decisión honesta debería permitir el sacerdocio de hombres casados. Y si esto se permitiera, debería abrirse la carrera sacerdotal a la mujer. El ritual oficiado y la indoctrinación ejercida por hombres y mujeres de familia serían mejor aceptados por la feligresía. El derecho a anular el matrimonio liberaría a millones de parejas creyentes.

blascota@prodigy.net.mx

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