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La sociedad ha convertido a las relaciones afectivas en productos de consumo, apunta la obra ganadora del Premio Anagrama de Ensayo 2010, de la que publicamos unos fragmentos con autorización de la editorial. El libro aborda al amor desde la perspectiva del mercado, la obsesión por lo instantáneo y lo efímero del intercambio erótico con cargo a la tarjeta de crédito sensorial.
Foto: Especial
¿Por qué «€®0$» y no «eros»? Porque este segundo término, bienaventurado sea, pertenece a una dimensión secundaria del tema que nos ocupa, y que puede ser llamada «la dimensión psicológica», es decir, aquello que imaginamos al pensar en el amor y en los afectos. Con ser relevante, ese término nos parece menos distintivo de nuestra época, y menos pragmático, que el logo con que titulamos este ensayo. Sus cuatro siglas conforman la secuencia conceptual, discursiva y material que tiene lugar en las relaciones contemporáneas, ya sean pasionales o amistosas, ya sean eróticas o sólo afectuosas. Al leer el logo, esas siglas, tan conocidas, se nos aparecen como una superposición, como un solapamiento y, desde luego, como una intrusión. Esas siglas no están donde debieran. Pero su presencia intrusiva no borra la palabra original, sino que le otorga una fuerza nueva y diferente. Una fuerza solapada, que da un sentido distinto a nuestros afectos.
La primera sigla, el signo de la moneda euro, representa el marco histórico donde ocurren las relaciones, esto es, el mundo del consumo en su fase hiperconsumista. Este contexto es material, pero también simbólico: vivimos en ese mundo, somos muy conscientes de vivir en él, y esa conciencia la articulamos de un modo que no siempre se corresponde con las condiciones prácticas del mismo. La segunda sigla, la marca registrada, representa su sujeto distintivo, el protagonista de ese mundo, donde la individualidad es reformulada en términos de branding, packaging y marketing, entendidos como expresión del yo y como búsqueda emocional y publicitaria del Otro. Es posible otra manera de ser, o debiera serlo: encima de esas dos primeras siglas usted podría dibujar dos nubecillas de cómic que llevaran en su seno la palabra «eros». El sueño de las siglas... La cuarta, el signo del dólar, no es sólo una variante de la primera, sino que, dentro de esa dinámica, representa su dimensión transferencial, intercambiable o relacional. Hay que cambiar: el euro y el dólar definen su valor por la comparación. De la misma manera, las relaciones afectivas suceden bajo el signo de la transferencia, del intercambio: traducción de valores, financieros y sensitivos —personales y crematísticos— de un sistema de valor a Otro. El euro y el dólar nunca valdrán lo mismo; dos sujetos —dos marcas registradas—, tampoco; las relaciones funcionan o fracasan alrededor de ese desequilibrio. ¿Y qué hay del tercer término, la letra «o»? En nuestra definición lo hemos pasado de largo, con puntos suspensivos, para poner de manifiesto lo que ocurre cuando abordamos el espacio de las relaciones personales desde una perspectiva puramente economicista o utilitarista, como si éste fuera por entero una invención del capitalismo o un resultado de su deriva. Lo es en parte; lo es en gran medida, pero entre esas tres siglas hay una letra, sin la cual el logo sería un grumo de grafemas sin sentido. En realidad no se trata de una letra, sino de un número: el cero. La inclusión del cero en esta secuencia tiene diversos sentidos. El cero representa la ausencia de capital, pero también su denegación, esto es, la presencia de un valor contrapuesto a los valores financieros. Ese valor es psicológico, sensitivo, espiritual y, sobre todo, afectivo: esos factores, combinados, configuran la dimensión intangible de una relación, sea de pareja, de amistad o de otro tipo. El cero es también un hueco, un redondel en torno al vacío. Ese vacío es lo que conocemos como «la intimidad». Desde sus inicios la intimidad fue concebida como el trabajo relacional realizado en un lugar cerrado —el locus amoenus, la casa, el motel, el catálogo mensual de Ikea—, y que hoy se nos presenta, más que nunca, como un espacio hueco, arrasado por los otros tres factores pero también llenado por ellos. Sin ese hueco no hay dólar, ni euro, ni marcas registradas. Sin él no hay transferencias emocionales, ni sentidos, ni sentido. Así pues, el logo admite lecturas muy distintas. La diferencia entre ellas depende de la perspectiva conceptual, pero también del currículo emocional de cada lector, de su estado de ánimo, de sus incursiones más recientes en el imperio financiero de los afectos. Hay quien lee en ese logo tres signos que expresan la supremacía del dinero sobre los valores intangibles, reduciendo así el espacio de la intimidad a la nada, al sumando cero o al cero absoluto. Hay quien ve en el cero la letra «o», lo que implica una disyuntiva económica entre todos esos signos —hay que elegir entre el dólar o el euro—, así que las relaciones quedan codificadas como un tipo peculiar de especulación. Hay quien ve en el vacío del cero y de la «o» una fuerza centrípeta que arrastra los demás factores y los absorbe, lo que implica que las relaciones ni siquiera son explicables como movimientos económicos, porque ya no existen. Hay quien ve en la letra «o» el último resto del alfabeto en una secuencia construida a partir del lenguaje económico, y de ahí desprende que aquel lenguaje originario, el mismo con que está escrita la palabra «eros», esa habla, en su último vagido, en la onomatopeya de la «o», articula la secuencia, y le da significado, de tal suerte que las operaciones financieras no son el criterio superior, sino sólo grafemas, insignificantes de por sí, y unidos por una conciencia lingüística que es puramente humana, que no puede sino ser moral. Hay quien ve en esa extraña coincidencia de ideogramas una danza de los tres signos económicos en torno al vacío del cero; celebración del dinero, exaltación ritual, que, por medio de una insólita combinación, genera un tipo particular de desplazamientos, imbricaciones y vínculos entre esos signos que sólo puede ser llamado «afecto». En fin, hay quien ve en esa centralidad del cero, y en su poder estructural, una nueva e imprevista emergencia de los valores incontables, del desinterés, de la ternura y del cariño; un prestigio de lo incontable que no podría existir de no ser por su contraste con los otros signos, y que acaso no haya existido nunca, no en esta forma, antes del auge del capitalismo y de su crisis.
PERFIDIA AMORIS Y LOVE DELUXE
Cash Converters [en adelante, CC] es una empresa que compra objetos de segunda mano y los revende. Nada hay de malo en ello. Pero su principal campaña publicitaria muestra un componente imprevisto de esa política. Si el marketing suele ofrecer una imagen idílica de las intenciones y objetivos de una corporación, también puede, y es el caso, revelar su inconsciente reprimido, ofreciendo una estampa más sórdida que la que pintarían sus más feroces adversarios. De entre todas las prácticas que esa empresa hace posibles, los creativos publicitarios, siguiendo la línea de la publi de choque, han optado por la más desalmada: su capacidad para funcionar como correa de transmisión desde el mundo del amor hasta el del capital. Poner cuernos, vender regalos, vengarse. Estas tres malas artes configuran un tema literario que ha estado presente en la lírica occidental desde sus principios: la perfidia amoris. En la elegía amorosa latina este motivo concentra el conjunto de actitudes y manejos que pervierten el amor verdadero. Siempre son culpa de la amada infiel, y siempre se definen de manera retrospectiva: el poeta, abandonado, entona su retahíla de recriminaciones y compone una pavorosa semblanza de la mujer. Los poetas latinos plantearon este motivo como un tema entre otros, pero en la tradición literaria subsiguiente se despliega y, podría decirse, se convierte en un tema de temas: una caja que se va llenando con las más novísimas manifestaciones de la infamia y del pesar. Desde esta perspectiva, el motivo literario al que nos referimos tiene cuatro dimensiones principales: las prácticas de amor infame, la psicología que generan, la estructura de la relación que construyen y las intenciones de los amantes. Estas cuatro dimensiones pueden ser entendidas como aspectos particulares del tema. Pero también pueden ser abordadas en una secuencia histórica, considerando que cada una de ellas es más representativa de un cierto momento. Seguiremos esta perspectiva en los epígrafes siguientes, donde presentaremos estas cuatro caras del cubo de la perfidia, considerándolas representativas de sendas fases históricas: clásica, moderna, capitalista temprana y actual. Prácticas infames, manejos. Maquinaciones. El amante traiciona, y son los «regalitos» los que le vuelven traidor: «con obsequios ha sido robado mi niño», se lamenta Tibulo en su poema VIII, «¡que un dios semejantes / obsequios en ceniza y en líquidas aguas convierta!».
Los versos citados recogen un lugar común que recorre la escritura de Tibulo y, con ella, todo el acervo latino del querer doliente: el regalo es un espejo en que se refleja el amante, y sus rasgos de carácter, bien sea la generosidad (el amador que hace regalos de amor) o la malicia (el amigo que se deja seducir por un pretendiente acaudalado). ¿Cómo diferenciar mis obsequios de amor de los que hace otro? Tibulo intenta fundar la distinción en el estatus de clase —yo soy pobre y los hago de buena fe; el amante rico, en cambio, soborna—, pero es evidente que esta diferencia no tiene fundamento ético. Tibulo, como cualquiera, piensa: cuando yo regalo, mi obsequio es sólo una muestra de generosidad, casi inmaterial; lo que cuenta es el gesto del regalo, y no su sustancia —en cambio, cuando el otro regala, ¡qué vil el dador y qué ruin el cliente! El motivo de la perfidia amoris, trasladado a los pérfidos tiempos que corren —en la época latina jugaban más limpio: eran clásicos, ellos—, se convierte en una figura central del imaginario comercial, pasando del verso a la cartela. En la sociedad de consumo la perfidia amoris es redefinida como querer de baja calidad, y su alternativa se formula en términos de probidad en el mercado. La cantante Sade lo llama love deluxe: el querer como producto de gama alta (¿tienes love deluxe, o sólo un pálpito de tantos?). El escritor Tiziano Scarpa lo llama Amore®: pasión corporativa. Amor dotado de funciones operativas y fabricado con control de calidad; amor con extras. Ante la terrible certidumbre de la perfidia amoris, aparece una tendencia opuesta, que imagina, por contraste, el Amor: un amor que no existe sino como alternativa. Pero para explicarlo hace falta el lenguaje de la época, que está, allá donde mires, repleto de términos economicistas: es un lenguaje económico con interludios humanos.
Imagen: Quatever
ESTÉTICA DEL AMOR PÉRFIDO
La perfidia es antigua, sí, pero no siempre ha tenido la misma relevancia, ni las mismas consecuencias. En la época del capitalismo emocional, y a falta de los verdaderos artistas, hoy desaparecidos, laperfidia amoris emerge no sólo como un aviso para navegantes o como una caricatura, sino como un signo de competencia que el emisor del discurso comparte con su receptor. Un signo de empatía: «Nosotros sabemos que tú sabes que hay perfidia»: éste es el implícito más poderoso de la comunicación corporativa. Si es pérfido, es cierto: ese principio lo encontramos cada vez más en el periodismo, en el cine, en las series de esta nueva Era Dorada de la televisión, cuyo éxito se explica, en buena parte, por la explotación de ese implícito. Si la prensa nos ofrece una Verdad humanista, como por ejemplo «se ha demostrado por fin que el padre de este ciudadano chileno fue asesinado por la dictadura», a renglón seguido la desmiente y la reformula comoverdad instrumental, interesada y mediáticamente utilizada: «y el ciudadano en cuestión ha anunciado que se presenta a las próximas elecciones».
En cambio, en cualquier noticiario la «revelación que proviene de la perfidia», como el chivatazo de la prostituta o la confesión del sicario, se ha convertido en el único espacio de credibilidad, en lo que Boris Groys denomina «verdad submediática»: el momento, excepcional, en que hallamos una certeza indiscutible en el entramado ideológico mediático.
De aquí surgen dos corrientes principales, que podemos llamar la politización del amor y su biopolitización. A finales de 2009 el grupo de techno industrial Rammstein editó su nuevo disco, Liebe ist für alle da («El amor es para todos»), en cuya portada aparecen los músicos del grupo despedazando a una mujer, servida en una mesa, junto con otras viandas. Esa fotografía combina varias imágenes en un patchwork visual: por una parte,La lección de anatomía de Rembrandt, que incide en la dimensión analítica-anatómica; por otra, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway, ese clásico reciente del sadismo. En una edición limitada, el disco trae de regalo un juego de consoladores; el vídeo, soft gore, ya ha sido rutinariamente prohibido —también la prohibición funciona como un signo de probidad, una entente cómplice entre productor y consumidor, e incluso entre censor y espectador. Quiero follarme a una censora, qué morbo. La perfidia amorisse manifiesta por medio de la estética de la abyección, y corresponde a lo que Hal Foster ha llamado el retorno de lo real: la aparición de un referente terrible, inesperado, que nos muestra lo auténtico velado —del cuerpo, del sistema mercantil.
Foster ha ido definiendo desde los años setenta algunas de las nuevas direcciones principales de la estética. Si la más reciente, muy aplicada al terreno de las artes, es la de la abyección, que se ha usado para designar el trabajo de algunos artistas británicos surgidos en los noventa, otra más antigua, que marcó el devenir de las artes en los años setenta, fue la terminología del anti. Con este término Foster intentó enlazar las condiciones del mundo posmoderno con la estética de las vanguardias, presentando una programática creativa definida por oposición a aquellos criterios que constituían el establishment artístico (la concepción mimética de las artes y la estética de la clase media).
Aplicada en su momento a muy variadas manifestaciones creativas, en la época del capitalismo emocional la estética del anti deja en segundo plano la dimensión formal y enfatiza la sentimental.
Un ejemplo: It’s a Misery Business: Anti Love Songs for the Anti Valentine es el título del disco recopilatorio editado por el sello Rhino para celebrar el 14 de febrero del año 2009. Incluye diecinueve canciones de grupos que representan distintas tendencias de la música extrema, del post-metal al shoegaze pasando por el punk. Aquí el amor ya no se define contra el dinero, sino como una crítica del mismo realizada desde el corazón de la moneda: amor mísero contra love deluxe. También aquí resuena la voz de Tibulo: «riquezas otro para sí atesore de oro brillante [...] que a mí la pobreza me permita una vida tranquila». Ésta representa la segunda dimensión de la estética de la perfidia actual: el amor se politiza, en la escena artística (a partir de la polaridad entre el mainstream y el slipstream), en la esfera de las artes (en la distinción entre gustos mayoritarios y tendencias exquisitas) y en el sentido más extenso (en la distinción entre el gran mercado y sus alternativas).
LA PERFIDIA DE LA TRADICIÓN EL ENIGMA DEL MAÑANA
«No pidas regalos: que dé regalos un amante canoso, / para calentar sus fríos miembros en blando regazo. / Más querido que el oro es un joven, etc.» Podríamos terminar nuestra primera inflexión en el €®0$ con este elogio tibuliano de la moralidad del amor. Pero temo que a estas alturas no resultará ya muy creíble. Si hace falta una nota sobre la moralidad, quizá debería ser de otro signo. Cuarenta años después de que Kierkegaard celebrara la liberación total, acaso algunos ciudadanos, como por ejemplo los carceleros de la prisión de Reading, estuvieran de acuerdo con él; no es tan seguro que Wilde compartiera esa impresión desde su celda. La convicción general acerca de la liberalización total de las relaciones íntimas —convicción en la que el anuncio de CC es leída como una nueva muestra— genera la idea de que en el totalitarismo del mercado lo romántico es imposible. Por supuesto, la pasión pura siempre ha sucedido en el pasado, y siempre ha sido una utopía retrospectiva definida contra la distopía del presente.
La usura, la perfidia, la monetarización de la ruptura son comportamientos inmorales. Pero la auténtica inmoralidad, la más grave, consiste en decir que el amor siempre ha existido —y su corolario: que el tema del amor ya está fijado desde los inicios de la tradición artística, y que las aportaciones subsiguientes son sólo epígrafes, notas al pie o hipertextos; que sólo son el trackback a un post que ya estaba colgado en algún blog de la Roma clásica—. Esas palabras son inmorales porque pasan por alto que la cultura siempre se ha construido elaborando principios restringidos de normalidad y valor, y convirtiendo las manifestaciones restantes en secundarias o perversas; que el sustantivo «tradición», como señaló Raymond Williams, debe ir siempre acompañado por el adjetivo «selectiva». La construcción selectiva de la noción de «amor» se ha elaborado a costa de enormes extensiones de subjetividad considerada heterodoxa o ilegal; esas subjetividades han sido, en el mejor de los casos, «sólo» acalladas —con mayor frecuencia, perseguidas y erradicadas con medios legislativos, clínicos, policiales, creativos o líricos—. Algo sabemos sobre lo que las distintas formas de poder (de clase, de mercado, heteronormativo) han hecho con el amor; en cambio, está por escribir la historia de los amores. Para escribirla sería preciso imaginar el presente desde el futuro, digamos, desde el año 2040, y ver cómo se entienden ahora nuestros usos amorosos.
Para abordar este tema —para conocer a alguien, ahora, para amarlo—, no tenemos ninguna ayuda. No nos auxilia la tradición, ni las artes, ni las ciencias de la psique o de la sociedad; ni siquiera la economía. Sólo tenemos una premonición y un pálpito y un mirar. «Pero», como dejó escrito Suely Rolnik, «por ahora, poco o nada sabemos acerca de ese tipo de amor.»
Eloy Fernández Porta
El pasado 15 de abril, el jurado compuesto por Fernando Savater, Salvador Clotas, Xavier Rubert de Ventós, Román Gubern, Vicente Verdú y el editor Jorge Herralde, concedió el XXXVIII Premio Anagrama de Ensayo a€®O$, del escritor barcelonés Eloy Fernández Porta (1974). Entre otras publicaciones del autor, figuran los ensayos Homo sampler y Afterpop, y los volúmenes de narrativa Los minutos de la basura y Caras B.
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