EN Xanadú, Kubla Khan
mandó que levantaran su cúpula señera:
allí donde discurre Alfa, el río sagrado,
por cavernas que nunca ha sondeado el hombre,
hacia una mar que el sol no alcanza nunca.
Dos veces cinco millas de tierra muy feraz
ciñeron de altas torres y murallas:
y había allí jardines con brillo de arroyuelos,
donde, abundoso, el árbol de incienso florecía,
y bosques viejos como las colinas
cercando los rincones de verde soleado.
¡Oh sima de misterio, que se abría
bajo la verde loma, cruzando entre los cedros!
Era un lugar salvaje, tan sacro y hechizado
como el que frecuentara, bajo menguante luna,
una mujer, gimiendo de amor por un espíritu.
Y del abismo hirviente y con fragores
sin fin, cual si la tierra jadeara,
hízose que brotara un agua caudalosa,
entre cuyo manar veloz e intermitente
se enlazaban fragmentos enormes, a manera
de granizo o de mieses que el trillador separa:
y en medio de las rocas danzantes, para siempre,
lanzóse el sacro río.
Cinco millas de sierpe, como en un laberinto,
siguió el sagrado río por valles y collados,
hacia aquellas cavernas que no ha medido el hombre,
y hundióse con fragor en una mar sin vida:
y en medio del estruendo, oyó Kubla, lejanas,
las voces de otros tiempos, augurio de la guerra.
La sombra de la cúpula deliciosa flotaba
encima de las ondas,
y allí se oía aquel rumor mezclado
del agua y las cavernas.
¡Oh, singular, maravillosa fábrica:
sobre heladas cavernas la cúpula de sol!
Un día, en mis ensueños,
una joven con un salterio aparecía
llegaba de Abisinia esa doncella
y pulsaba el salterio;
cantando las montañas de Aboré.
Si revivir lograra en mis entrañas
su música y su canto,
tal fuera mi delicia,
que con la melodía potente y sostenida
alzaría en el aire aquella cúpula,
la cúpula de sol y las cuevas de hielo.
Y cuantos me escucharan las verían
y todos clamarían: «¡Deteneos!
¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!
Tres círculos trazad en torno suyo
y los ojos cerrad con miedo sacro,
pues se nutrió con néctar de las flores
y la leche probó del Paraíso».
Versión de Màrie Montand
La canción del viejo marino
Argumento
Cómo un barco, habiendo pasado la línea, es impulsado por las tormentas hacia las frías comarcas del Polo Sur;
y cómo de allí siguió la ruta a las latitudes tropicales del gran Océano Pacífico; y de los extraños sucesos que padecieron
de qué manera el viejo marino tornó a su patria.
Parte primera
Un viejo marinero se encuentra con tres invitados a una boda,
y detiene a uno de ellos.
Este es un viejo marinero
y a uno detiene de los tres;
«¿por tu ojo claro y barba gris,
Por qué me quieres detener.
Ves aquí la casa del novio,
su pariente cercano soy:
la gente se apresta, comienza la fiesta:
oír puedes el gayo clamor». Y él, de su mano reseca, le para:
«Había una vez un barco...»
«¡Suéltame, viejo vagabundo!»
y presto retira la mano.
El invitado a la boda queda fascinado por la mirada del viejo navegante,
y se ve obligado a oír su historia.
Y él, de su claro mirar, le detiene:
el invitado a la boda se para,
y le oye, atento como un niño.
Logra el marino lo que ansiaba.
El invitado se sienta en un poyo,
ya nada puede, sino escuchar,
y así le habla ese pobre vejete,
el marino de claro mirar:
«El barco alegre, el puerto alegre,
qué gozosos nos deslizamos
frente a la iglesia y la colina,
y frente a la torre del faro».
El marinero cuenta cómo el navío se dirigió hacia el sur con buen viento
y admirable tiempo, hasta que llegó a la línea.
Surgió el sol a la izquierda,
¡salía de la propia mar!
¡alumbró, y al cabo, a la diestra
se sepultó en la propia mar!
Y día tras día más alto,
a la punta del mástil llegó...
Se da el invitado en el pecho,
al oír el ronco fagot.
El invitado a la boda oye la música nupcial: pero el marinero continúa su narración.
La novia en el salón ha entrado,
como una rosa, roja y fresca,
y detrás, a compás, la siguen
los ministriles de la fiesta.
Se da el invitado en el pecho,
ya nada puede sino escuchar;
y así le habla ese pobre vejete,
el marinero de claro mirar.
El navío es impulsado por un temporal hacia el Polo Sur.
«Y vino entonces la tormenta,
y era tiránica y feroz;
de sus alas nos torturaba,
y al sur nos arrastró.
Vencidos mástiles, bauprés hundido,
como el que, a palos perseguido,
en la sombra enemiga va
y angustiado la frente levanta,
así el bajel, al viento cruel,
hacia el sur, hacia el sur volaba.
Trayendo el frío insoportable
vinieron la niebla y la nieve:
y flotaban los altos hielos,
como las esmeraldas verdes».
La tierra del hielo y de los sones espantosos, donde no se veía un ser viviente.
«La nieve en montañas de blancas marañas
daba una torva claridad:
hombres no vimos, bestias no vimos,
¡El hielo, el hielo, y nada más!
¡El hielo aquí y el hielo allí,
hielo, hielo por todas partes:
gritaba, gruñía, saltaba, crujía;
tal oye quien va a desmayarse!»
Hasta que una gran ave marina, llamada el Albatros, vino a través del turbión
de nieve, y fue recibida con gran alegría, y con hospitalidad.
«Y vino, por fin, un Albatros:
a través de la niebla vino;
como a un alma cristiana, salve
en el nombre de Dios dijimos.
Comió lo que nunca comiera,
al redor de la nave voló;
el hielo rompió un sordo trueno,
y el timonel a través pasó».
Y he aquí que el Albatros mostró ser un ave de buen augurio, y siguió al barco,
que viró hacia el norte, a través de la niebla y de los hielos flotantes.
«Un viento suave movió la nave,
y el Albatros iba detrás,
¡Y a la algarabía marina acudía
por comer o por retozar!
Y en niebla y nieve, durante nueve
noches, reposó en los cordajes;
y entre la bruma la blanca luna
brillaba en el blanco paisaje».
Inhospitalariamente, el viejo marino mató el ave de buen agüero.
«¡Te salve Dios, viejo marino
de los demonios! ¿Mas por qué
miras así?»- «Con mi ballesta
al Albatros maté»
* * *
Parte segunda
Y surgió el sol a la derecha:
salía de la propia mar;
quedó en la bruma, y a la izquierda
se sepultó en la propia mar.
Y el viento suave movió la nave,
¡mas ningún ave iba detrás
que a la marinera llamada acudiera
por comer o por retozar!
Los camaradas recriminan al viejo marino, por haber matado al ave de buena suerte.
Hice una cosa del infierno
que debía traer la desdicha:
y sabían que yo al ave maté,
la que hacía soplar la brisa.
¡Oh, qué gran pesar al ave matar,
la que hacía soplar la brisa!
Mas cuando se disipó la bruma, justificaron el crimen, y se hicieron cómplices de él.
Mas ved que el sol, testa de Dios,
lleno de gloria, sube;
y dijeron que yo al ave maté,
que traía la niebla y las nubes.
¡Ah, qué bienestar al ave matar,
que traía la niebla y las nubes!
La buena brisa continúa; el barco entra en el Océano Pacífico,
rumbo al norte, hasta que llega a la línea.
La brisa esfuma la blanca bruma,
y libre nos sigue la estela;
un gran mar vimos, y dél supimos
nosotros por vez primera.
El barco de repente se para. Cayó la brisa, cayó el velamen,
más triste nada se pudo dar;
¡sólo si hablábamos, turbábamos
el silencio del mar!
En un cielo caliente de cobre,
al medio día un sol de púrpura
encima del mástil estaba,
y no más grande que la luna.
Día tras día, día tras día,
sin olas ni viento, pasamos;
parecía una nave pintada
en un océano pintado.
Y el Albatros comienza a ser vengado.
Agua, por todas partes agua,
y chirriaba el calor, en la borda;
agua, por todas partes agua,
y para beber, ni una gota.
Se pudría el abismo; ¡Dios!
¡Tales cosas poder mirar!
Patudas y fangosas bestias
surgían del fango del mar.
En torno, en torno, pululaban
en la noche, los fuegos fatuos;
y como lámparas de bruja
brilló el mar, verde, azul y blanco.
Un espíritu las había seguido.; uno de los invisibles habitantes de este planeta,
que ni son ánimas en pena, ni son ángeles; a propósito de ellos puede verse lo que
dicen el docto judío Josefo, y Miguel Psellus, el platónico constantinopolitano.
Son muy numerosos, y no hay clima ni elemento donde no se encuentren uno o varios.
Y unos en sueño ver decían
al mal espíritu que nos tortura.
Hundido nueve brazas seguíamos
desde el país de la nieve y la bruma.
Y cada lengua, por la sed,
seca estaba hasta la raíz;
hablar no podíamos, y éramos
como asfixiados con hollín.
Los navegantes, en su desolación, quisieron echar toda la culpa al viejo marinero;
y como señal de ello, ataron a su cuello el ave marina muerta.
¡Ah! ¡qué miradas espantosas
viejos y mozos me lanzaban!
en vez de la cruz, el Albatros
a mi cuello anudado estaba.
* * *
Parte tercera
Vino un cruel tiempo. Las gargantas
secas, los ojos encendidos.
¡Un tiempo cruel! ¡Un tiempo cruel!
Cómo los ojos estaban ardidos,
cuando, mirando al occidente,
vieron algo en el infinito.
El viejo marino advierte una señal lejana, en el elemento.
Era primero como un punto,
como la niebla era después;
movióse, movióse y al cabo
una forma distinta juzgué.
¡Punto, niebla, forma juzgué!
y más y más se aproximaba;
como esquivando un dios del mar,
se hundía, cedía y giraba.
Al acercarse más, le pareció que era un barco; y por medio de un costoso
sacrificio libró su voz de las cadenas de la sed.
Gargantas secas, bocas entecas,
ni reíamos ni llorábamos;
¡mudos estábamos de sed!
Mordí mi brazo, la sangre chupé,
y dije: ¡Un barco! ¡Un barco!
Una explosión de alegría.
Gargantas secas, bocas entecas
al oírme gritas- «¡gran merced!»
de contento gesticularon,
y el aire inmóvil aspiraron,
como si aplacaran la sed.
Mas el horror sobrevino. Pues, ¿ cómo puede darse un barco
que avance sin oleaje ni viento?
¡Mirad, mirad! (grité) ¡Se mueve,
y en nuestra. ayuda se aproxima,
sin brisa ni oleaje,
y alzada al espacio la quilla!
Al crepúsculo en occidente,
era el mar un gran resplandor.
Sobre las olas de occidente
reposaba un enorme sol,
cuando pasó esta forma extraña
entre nuestro barco y el sol.
Le parece el esqueleto de un navío.
Ocultaron al sol unas barras
(¡Dadnos gracia, Madre del cielo!)
y como a través de una celda
nos miraba su faz de fuego,
Velozmente venía, venía;
y mi corazón palpitaba;
¡son esas sus velas, que brillan
como vivientes telarañas! Y su armazón, sobre el sol poniente, forma como los barrotes de una celda.
Y el sol, tras la armazón, nos mira
como del hueco de una celda.
¿Y es esa mujer su tripulación?
¿Es esa la Muerte, o son dos ?
¿Es la Muerte su compañera?
La mujer-espectro y su compañera la Muerte. Y nadie más en el navío-esqueleto.
¡A tal barco, tal tripulación!
Los labios rojos, francos los ojos,
amarillo de oro el cabello;
la piel, del blanco de la lepra.
Era Vida-en-Ia-Muerte, espectro
que la sangre del hombre congela.
La Muerte y la Vida-en-Ia-Muerte han echado dados por disputarse la tripulación.
La Vida-en-la-Muerte gana al viejo marinero.
Pasó el navío destartalado;
corrieron dados; la Vida-en-la-Muerte,
«¡Abur el juego! ¡Gané! ¡Gané!»
dijo, silbando por tres veces.
No hay crepúsculo a la puesta del sol.
Se hundió el sol, las estrellas salieron,
la sombra, súbito, llegó;
por el mar, con lejano susurro,
el barco fantasma pasó.
Al salir la luna.
Oímos, miramos en torno,
¡El espanto bebíase a sorbos
la sangre de mi corazón!
Oscuros los astros, la noche cerrada,
la faz del piloto era blanca
al reflejo de su farol.
Rocío filtraban las velas;
por oriente con una estrella,
la luna creciente salió.
Uno tras otro.
Uno tras otro, ante el astro y la luna.
Ni sollozando ni gimiendo,
la faz tornaron con pavor,
y con los ojos me maldijeron.
Sus compañeros caen muertos.
Cuatro veces cincuenta hombres
(ni sollozando ni gimiendo)
pesadamente, masas sin vida,
uno tras otro cayeron.
Mas la Vida-en-la-Muerte comienza su labor en el viejo marinero.
¡De los cuerpos volaron las almas,
a eterna angustia o dicha eterna!
¡Y todas pasaron por mí
como silbidos de mi ballesta!
* * *
Parte cuarta
El invitado a la boda teme que sea un espíritu quien le habla.
«Miedo me das, viejo marino,
¡miedo me da tu mano flaca!
y eres largo, fino y moreno
como la arena de las playas». Pero el viejo marino le responde por su vida corporal, prosigue el relato
de su horrible penitencia.
«Miedo me dan tus ojos vivos
y tus resecas manos frías».
-«¡No temas, huésped de la boda!
mi cuerpo vive todavía.
¡Solo, solo, cruelmente solo,
solo en un ancho, un ancho mar!
y de mi alma en agonía
ningún santo tuvo piedad».
Desprecia las criaturas del mar en calma.
¡Y tales hombres, tan hermosos,
yacían muertos a mis pies!
y mil viles criaturas del fango
viven, y yo vivo también.
Y las envidia, pues que pueden vivir cuando tantos han muerto.
Y hacia el podrido mar miré,
y aparté con horror la vista;
al puente podrido miré,
y los muertos allí yacían.
Miré al cielo, quise rezar,
mas, cuando alzaba la oración,
un impío susurro me puso
de polvo seco el corazón.
Fuertemente apreté los párpados:
como arterias mis ojos latían:
porque el cielo y el mar, porque el mar y el
espacio,
eran plomo en mis ojos cansados,
y a mis pies los muertos yacían.
Pero la maldición vive para él en los ojos de los marineros muertos.
Y les corría un sudor frío,
mas no se pudrieron jamás;
la mirada que me lanzaron
no la podré nunca olvidar.
Un huérfano, cuando maldice,
puede un ángel lanzar al infierno;
¡pero es más cruel la maldición
en las pupilas de los muertos!
y a mí, que no pude morir,
siete días me maldijeron.
En su soledad y en su quietud, es consolado por la luna errante y por las estrellas
que la acompañan, y que ahora giran con ella. Y dondequiera el cielo azul les pertenece,
es su natural reposo, su tierra natal, y su propio natural hogar: En el cual entran sin anunciarse,
como señores que se saben esperados; y empero hay un júbilo silencioso a su llegada.
La luna móvil ascendió,
la luna viajó por el cielo;
y suavemente se movían
al lado suyo, dos luceros.
Sus rayos, rocío de abril,
del mar oprimido mofaban;
mas, donde la nave era sombra,
ardían las mágicas olas
en espantables llamaradas.
A la luz de la luna advierte las criaturas de Dios en mar en calma.
Y más allá de la gran sombra
vi las serpientes de los mares:
en su blancura se agitaban,
y al saltar, la luz encantada
partíase en blancos cendales.
Y entre la sombra del navío
miré en sus cuerpos ricos tonos:
verde, azul y velludo negro;
saltaban, y sus movimientos
eran relámpagos de oro.
¡Oh cosas vivas! nadie puede
su belleza feliz explicar:
fuente de mi amor surtió mi pecho;
y las bendije a mi pesar.
Piedad tal vez tuvo mi santo,
y las bendije a mi pesar.
Empieza a romperse el encanto.
En ese instante rezar pude;
y, desprendido de mi cuello,
como un plomo cayó y se hundió
el Albatros en el océano.
* * *
¡Oh sueño! ¡Oh dulce sueño, siempre
de polo a polo bendecido!
A María, la Reina, gracias
que Ella del cielo bajar hizo
el suave sueño hasta mi alma.
Por gracia de la divina Madre, el viejo marinero es refrescado por la lluvia.
Los cubos que sobre cubierta
quedaron secos tantos días,
soñé ver llenos de rocío...
y cuando recordé, llovía.
Los labios húmedos, fresca la boca,
empapada la ropa caída;
en sueños sin duda bebí,
y aún mi cuerpo bebía, bebía.
Al moverme, nada sentí;
y me vi tan puro y liviano,
que pensé fuera muerto en el sueño,
y tornado en espíritu santo.
Oyó sones, y vio raras cosas, y conmociones en el cielo y en el elemento.
Sin que llegara hasta la nave,
sonó, lejos, un viento fuerte;
mas su ruido agitó las velas,
las velas tostadas y endebles.
¡Arriba el aire, vivo, ardió!
y cien estandartes de llamas
giraron en torbellino;
y en él danzaron, en locos giros,
las estrellas amedrentadas.
Suspiraron las velas al viento
como los juncos que se doblan;
y llovió de una nube negra
que tenía la luna de su orla.
Se hendió la negra nube, y siempre
estaba a su lado la luna;
como torrente despeñado
descendió, súbito, el relámpago,
en catarata furibunda.
Se mueven los cadáveres de los marineros, y el navío avanza.
¡Al barco no vino el ventalle,
y el barco avanzó, sin embargo!
y gimieron los hombres muertos
bajo la luna y los relámpagos.
Gimieron, moviéronse, alzáronse,
sin hablar, con los ojos quietos.
Aun en sueños extraños sería
ver alzarse a esos hombres muertos.
Al gobernalle fue el piloto,
y el barco, sin brisa, avanzó;
los marineros, en sus sitios,
hicieron la usada labor;
sus miembros, muertas herramientas,
una horrible tripulación.
Junto a mí, rodilla a rodilla"
quedó el cuerpo de mi sobrino;
ambos tiramos de una cuerda,
mas él palabra alguna dijo.
Pero no por las almas de los hombres, ni por los demonios de la tierra
o del aire inferior, sino por una tropa bendita de espíritus celestiales,
venidos por invocación del ángel guardián marino.
-«¡Miedo me das, marino viejo!».
-«¡No temas nada, convidado!
No eran sus ánimas errantes
que volvían a los cadáveres;
eran espíritus sagrados.
Pues, los brazos bajando, al alba,
al pie del mástil se agruparon;
suaves sones sus bocas fluían,
que de sus cuerpos se esfumaron.
En torno, en torno, ledamente,
los sones volaban al sol;
volvían luego, entrelazados,
o uno a uno cada son.
Como dulces notas del cielo
las alondras oí cantar;
¡juntas todas las avecillas,
de su encantada melodía
llenaban el aire y el mar!
O ya como toda la orquesta,
o ya como una flauta sola;
o como el canto de los ángeles,
que a los mismos cielos asombra.
Y cesó; mas las velas siguieron
como un delicioso murmullo;
era como un arroyo suave,
que en el pródigo mes de junio
a las selvas dormidas les canta
un suave estribillo nocturno.
Y hasta mediodía bogamos,
y no sopló ninguna brisa;
lenta y cauta avanzó la nave
de popa a proa impelida.
El solitario espíritu del Polo Sur lleva el barco hasta la línea,
obedeciendo a la tropa angélica; pero pide venganza siempre.
Bajo la quilla, a nueve brazas,
desde la tierra de nieve y neblina,
vagó el espíritu; y él era
quien la nave mover hacía.
Cesaron las velas su canto,
y el barco paró, a mediodía.
El sol, por encima del mástil,
lo había fijado al océano:
mas a poco la nave movióse
con breve y difícil esfuerzo;
medio cuerpo, ya atrás, ya adelante,
con breve y difícil esfuerzo.
Después, como un caballo brioso,
un gran salto dio, repentino;
subió la sangre a mi cabeza,
y luego caí, sin sentido.
Los demonios, compañeros del Espíritu del Polo, habitantes invisibles
del elemento, toman parte en su pena.
En tal estado cuánto tiempo
quedé, no lo supe; mas antes
de que la vida a mí tornara,
pude escuchar dos voces claras,
y distinguirlas en el aire.
Y dos de ellos se dicen qué larga y penosa penitencia ha sido
señalada al viejo marino por el Espíritu Polar que torna al sur.
Dijo la luna: -«¿ El hombre es él,
por el que en la cruz murió,
.el que al inofensivo Albatros
con la ballesta cruel mató?
El alma que por él sufría
en la tierra de nieve y niebla,
amó al pájaro que amó al hombre
que lo mató con la ballesta».
La otra voz era más suave,
suave como miel diluida
y dijo: «Este hombre ha expiado mucho,
y habrá de expiar más todavía»,
* * *
Parte sexta
Primera voz
Mas dime, dime, torna a hablar,
repite la réplica suave:
¿Qué es lo que impulsa al raudo buque,
y el océano ahora qué hace ?
Segunda voz
Tal un esclavo ante su dueño,
retiene su soplo la mar;
fija en la luna tiene ahora
su honda mirada de cristal, Y le pide saber la ruta,
pues ella, buena o cruel, le guía.
Contempla, hermano, qué graciosa
por mirarle se inclina.
El marinero ha estado sumido en un letargo.
Primera voz
Mas la nave, ¿por qué tan rauda,
sin vientos y sin oleaje?
El poder angélico ha impulsado la nave al norte con celeridad
que ninguna humana vida podría soportar:
Segunda voz
Porque adelante se abre el viento,
y se cierra detrás de la nave.
¡Arriba! ¡arriba! ¡hermano, vamos,
arriba! no nos retardemos,
pues la nave se detendrá
cuando despierte el marinero.
El impulso sobrenatural es retardado; despierta el marino y
se renueva su expiación.
«Cuando al fin desperté navegábamos;
hacía luna y manso tiempo;
y bajo la luna apacible
se alzaron, a una, los muertos:
Se irguieron todos en el puente;
y era carne muerta que en mí
fijaba los ojos de piedra
que hacía la luna fulgir.
El horrible ademán de su muerte
ya nunca lo podré olvidar;
no pude apartar la mirada
de sus ojos ni para orar.
La maldición es por fin expiada.
El encanto cesó; de nuevo
contemplé el océano verde;
lejos miré, mas no vi nada
que no hubiera mirado siempre,
Como el que por senda apartada
tembloroso y medroso va,
y habiendo mirado una vez
atrás, ya no torna a mirar,
porque sabe que un enemigo
horrible, le sigue detrás.
Mas pronto vino un viento a mí,
sin movimiento y sin alarma;
y no vagaba sobre el mar,
ni lo agitaba ni rizaba.
Me acarició cabello y rostro
como céfiro campesino;
se mezcló raramente a mi espanto,
empero, me fue bienvenido.
Veloz, veloz iba la nave,
a toda vela y suavemente;
suave, suave sopló la brisa,
y sopló para mí solamente.
El marinero advierte su tierra natal.
¡Oh sueño de dicha! ¿La luz
de la torre del farol es ésta?
¿Y éstas la iglesias y la colina?
¿Es esta mi propia tierra?
Pasamos la entrada del puerto,
y suspirando alcé mis preces:
¡Oh Dios, déjame despertar,
o déjame dormir por siempre!
El puerto era un claro cristal,
¡así se extendía de suave!
y en el puerto, luz de la luna,
y las sombras lunares.
Brillaba el peñasco, brillaba la iglesia,
la iglesia que está en el peñasco;
y el claro de luna bañaba
la veleta del campanario.
Los espíritus angélicos se llevan los cadáveres. Y aparecen
en sus veras formas de luz.
Y en la luz silenciosa del puerto,
y saliendo de la mar misma,
muchas formas -o sombras- brotaron,
de vivo escarlata vestidas.
A poca distancia de proa
vi esas figuras de carmín,
y tornando los ojos al puente
de repente, ¡oh Cristo, qué vi!
Los cuerpos, flácidos, yacían,
y, ¡por la Santa Cruz!
de cada cuerpo un serafín
surgía, bañado de luz.
Y cada uno alzó la mano
con un ademán celestial.
Enviaban señales a tierra,
todos, amable claridad.
Y cada uno alzó la mano
sin decir palabra ninguna;
¡ninguna! mas en mi espíritu
este silencio era una música.
El timonel y su grumete
aprisa oílos se acercar.
¡Dios del cielo! ¡Ya no podían
los muertos blasfemar!
¡Otro aún vi, y oí su voz:
era el buen ermitaño!
El que en el bosque en alta voz,
canta los himnos santos.
El lavará de mi alma
la sangre del Albatros.
* * *
Parte séptima
El ermitaño del bosque,
«Este eremita el bosque habita
que hasta la orilla del mar baja.
¡Cómo es dulce su hablar cristalino!
le gusta oír a los marinos
que vienen de tierras lejanas.
Reza a mañana y tarde y noche;
tiene un suave reclinatorio:
la raíz de una vieja encina
le procura musgo sedoso.
Y la barca por fin se acerca;
hablar les oigo: -«¿Qué sería
de las luces muchas y claras,
las que señales nos hacían?»
Se acerca, asombrado, al navío.
«Es raro -dice el eremita-,
nuestro saludo no contestan;
están carcomidas las planchas,
las velas, gastadas y secas.
Mis ojos nunca nada vieron
así, como no fueran.
Los esqueletos de las hojas
que mi arroyo del bosque detiene,
cuando cubre la hiedra la nieve
y chilla el búho, si a la loba
sus cachorros el lobo devora».
-«¡Señor, si es cosa del Maligno!
(El timonel le respondía)
Tengo miedo» -«¡Adelante! ¡adelante!»
le dice alegre el eremita-.
La barca se acerca a la nave,
yo estaba inmóvil y sin voz.
La barca tocó al fin la nave,
y un ruido enorme se escuchó.
El navío repentinamente se hunde.
Gruñó debajo de las olas
espantoso cada vez más.
Llegó el navío, y el navío
se hundió como plomo en el mar.
El viejo marino es salvado en la barca del piloto.
Aterrado por ese estruendo
que mar y cielo removió,
como un náufrago de ocho días
mi cuerpo en las olas flotó;
mas veloz, como un sueño, el piloto
en su barca se recogió.
En el turbión que hundió la nave
la barca giraba en redor;
nada se oyó; mas la colina
repitió el ruido aterrador. Abrí la boca, y el piloto
fulminado cayó, dando un grito.
El ermitaño alzó los ojos,
y sus preces al cielo dijo.
Tomé los remos, el grumete
que ahora vaga enajenado,
moviendo los ojos vivaces,
y riendo, y riendo mientras tanto,
-«Bien sé ya» -dijo a grandes voces-
«Cómo sabe remar el Diablo».
¡Y por fin, sobre tierra firme
anduve, y en mi propia tierra!
Saltó del bote el ermitaño,
enderezarse pudo apenas.
El viejo marino pide con insistencia al ermitaño que lo confiese;
y la expiación de por vida cae sobre él.
-«¡Confiésame, confiésame»
le dije al devoto varón.
-«Yo te conjuro a que me digas
quién eres»; y se signó.
Y al punto mi cuerpo torcióse
en una agonía indecible
que me forzó a decir mi historia,
y que cesó, no bien la dije.
De entonces, de tiempo en tiempo, y por el resto de sus días,
una agonía le impele a vagar de tierra en tierra.
Desde entonces, esta agonía
torno a sentir en hora incierta;
y hasta finar mi extraña historia
corazón adentro me quema.
Como la noche, voy por el mundo;
para hablar tengo un don secreto;
apenas le miro a la faz,
conozco a quien me ha de escuchar:
a ese le digo mi cuento.
¡Qué alegre algazara se escucha!
Son los huéspedes de la boda;
y cantan en el bosquecillo
las damas de honor y la novia;
mas la campana vesperal
para la oración nos convoca.
¡Más grato que fiesta de bodas,
para mí más grato sería
ir, entre otros, a la iglesia
con una amable compañía!
Ir, entre otros, a la iglesia,
y todos orar al cielo,
en tanto a Dios cada cual ruega,
ancianos, niños y doncellas,
y jóvenes compañeros.
Y a enseñar con su propio ejemplo, el amor y el respeto
para todas las cosas que Dios hizo, y que ama.
¡Adiós, convidado de bodas!
y oye: mejor sabe rezar
quien ama las criaturas todas
hombre, pájaro y animal.
Sabe rezar quien sabe amar
las cosas grandes y las breves;
porque el Dios bueno que nos ama,
las hizo y las ama igualmente».
El marinero de ojos vivos
y de blanca barba sedeña,
se fue, y el convidado a bodas
se alejó de la fiesta
Con el sentido trastornado
como el que fue del rayo herido.
Y el alba despertó, en un hombre
más grave y triste, convertido.
Versión de Otto de Greiff
La pintura o la decisión del enamorado
(fragmento)
ENTRE juncias y espinas, maleza enmarañada,
camino a duras penas; me encaramo o desciendo
por las peñas desnudas o musgosas, hollando
con loco pie las bayas de púrpura, y, a veces,
invisible apresúrase, entre las hojas mustias,
con un leve rumor, la culebra. y avanzo
sin saber hacia d6nde. Un alborozo nuevo,
dulce como la luz, pronto como una brisa
de estío y jubiloso como el primer nacido
de abril, me llama, lejos, o en pos de mí se viene,
mi camarada y guía. Mitígase mi ardiente
querer, y ya soy libre. Con roja y cenicienta
corteza, los abetos y el roble desmedrado,
de esa maraña loca de helechos y de arbustos
emergen, y entrelazan su techo melancólico,
muy alto, que murmura como una mar lejana.
Pudo aquí refugiarse el Dolor, la Prudencia
o el desechado amante que, con el alma enferma
y harto del corazón humano y de sus cuitas,
rinde culto al espíritu de la inconsciente vida
en árboles y flores silvestres. ¡Dulce loco!
Pudo aquí no perder del todo su existencia,
ya que no ser quería:
mas lograrla un ser que no conoce,
en el viento o las aguas o las peñas desnudas.
Mas no llegue hasta aquí tu contagio, ¡oh, cuitado!
No hay bellos senderillos de mirto, y esas frondas
al Amor nunca vieron. Pues si, con pesadumbre,
hasta aquí se perdiera, los troncos lastimaran
su delicado pie, zarzarrosas y espinos
despeinaran sus plumas. Como un pájaro herido,
presa fácil le hicierais, ¡oh ninfas, oh modestas
oréades y dríadas, que vais con el crepúsculo!
Y las brisas terrestres, que hacéis, muy de mañana,
temblar en mallas tenues las gotas de rocío
y vosotros, los aires sin alas, deslizándoos
entre rígidos tallos del brezo y la mordida
aliaga, a cuya sombra escasa, en el estío,
dejó la oveja madre la forma de su lecho-
los que ahora su lana refrescáis con relente
y susurráis, cansados, al cordero que nutre.
¡Oh, elfos, dadle caza! ¡Idle en pos, enanitos!
Con espinas más finas que sus dardos, burlaos
de ese divino infante, logrando que a la fuerza
se deslice entre zarzas y dé contra un erizo(...)
Versión de Màrie Montand
La sombra de este tilo, mi cárcel
A Charles Lamb, de la Casa de la India, Londres
Ya se han ido y aquí debo quedarme,
a la sombra del tilo que es mi cárcel.
Afectos y bellezas he perdido
que serán intensos recuerdos cuando
la edad ciegue mis ojos. Mientras tanto
mis amigos, que acaso nunca encuentre
de nuevo por los campos y colinas,
se pasean alegres, tal vez llegan
a ese valle boscoso, estrecho y hondo
del que yo les hablé y que sólo alcanza
el sol del mediodía; o a ese tronco
que se arquea entre rocas como un puente
y ampara al fresno sin ramas y oscuro
cuyas escasas hojas amarillas
no agita la tormenta pero airea
la cascada. Y allí contemplarán
mis amigos el verde de las hierbas
desgarbadas -¡fantástico lugar!-
que se comban y lloran bajo el borde
de esa arcilla morada.
Ya aparecen
bajo el cielo abierto y de nuevo ven
la ondeada y magnífica extensión
de campos y colinas, y el mar
quizá con un navío cuyas velas
alegran el azul entre dos islas
de penumbra violácea. ¡Y caminan
alegres todos, pero tal vez más
mi bienaventurado Charles !Pues muchos años
has anhelado la naturaleza,
recluso en la ciudad, sobrellevando
con alma triste y paciente el dolor,
el mal y la calamidad (...) Versión de Gabriel Insuasti
Meditaciones religiosas
Poema sin orden, escrito en la Navidad de 1794
Este es el tiempo en que la voz de la adoración,
que es divina para el oído, me levanta
como con la trompeta de un ángel; y accediendo
y mezclándome con el coro, casi creo ver
la muchedumbre celestial que cantó el himno
de la paz sobre los campos de Belén.
Pero tú eres más luminoso que el resplandor de los ángeles
que anunciaron tu nacimiento; tú, varón de dolores,
¡despreciado Galileo! Porque lo Grande
e invisible (que sólo percibimos por símbolos)
con extraña e insuperable luz
brilla desde el rostro del justo y oprimido
cuando, sin cuidar de sí, el santo flagelado
compadece al opresor. ¡Hermosa la miel
del viernes, el bosque, el mar, el sol, las estrellas,
huellas de su Señor Creador! (...)Versión de Gabriel Insuasti
Versos compuestos en una sala de conciertos ¡Oh! Dadme, libre ya de esta escena sin alma,
escuchar a aquel músico viejo, ciego y canoso,
a quien, desde los brazos del alma, besé un día:
sus aires escoceses y sus bélicas marchas,
a la luz de la luna, en perfumada noche
de estío, mientras danzo junto al heno esparcido,
con chicas que sonríen entre un brillo de bucles.
O, si el ocaso pone su púrpura en remansos
del lago en calma, terso, dejadme que me esconda,
sin ser visto ni oído, tras los alisos. Flota,
atada a sus raíces una lancha de pesca,
y en su asiento atildado descansa Edmundo y deja
que le mezca la lancha perezosa, y arranca
a su flauta una música tan ardiente y tan triste,
que unas lágrimas dulces en el rostro le tiemblan.
Y si corre, Ana mía, el viento de la noche
y la ráfaga hiciese crujir el cobertizo
y chillar agriamente al gallo, entre la lluvia,
¡qué bueno oírte alguna balada triste, triste,
de un náufrago perdido, que flota en la tormenta
y a quien, bajo la arena, su viejo amor sepulta!
Oírte, ¡oh, delicada mujer! , pues tu voz guarda
todas las melodías y goces melancólicos
de la Naturaleza: de pájaros y de árboles,
del quejumbroso mar en las cavernas verdes,
y música y murmullo de donde tiembla, rígida,
al súbito airecillo, la hierba en los brezales.
Versión de Màrie Montand
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