¡Atención les está hablando un inmigrante! Como tal el problema de la inmigración me preocupa, me afecta, es vivencia. No hablo de oídas, sé lo que es vivir en tierra extraña. He querido integrarme a mi nuevo país, sin perder mis raíces. Ejercicio delicado, puedo quedarme como el perro de las dos tortas, ni francés ni mexicano.
Por insólito que parezca, todos somos inmigrantes. Algunos de un barrio a otro, de un pueblo o ciudad o país a otro. De una cultura a otra. Nuestros pueblos indígenas abandonan sus culturas para perderse en las grandes urbes mexicanas o estadounidenses. Algunos conservan sus estructuras comunitarias, otros pierden su identidad, pero siguen siendo indígenas inmigrantes
En nuestra publicación ‘Villa inmigrante’ hay como una necesidad de reivindicación del valor del aquel que va en busca de fortuna a otro país, en especial los mexicanos que van a Estados Unidos, por eso colaboro aquí. También se denuncian abusos, se exigen derechos y se presentan reivindicaciones. Son propósitos justos, indispensables, pero, en cierto modo, unilaterales, pues el ser inmigrante también conlleva obligaciones.
El escritor libanes Amin Maalouf[1], inmigrante de toda la vida, (como muchos libaneses ha tenido que escapar de las guerras en su país), es un promotor de la tolerancia y el entendimiento a través de la cultura. En 2010 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las artes. En su discurso de agradecimiento hizo la siguiente exhortación en pro de la diversidad:
Vivir juntos no es algo que les salga de dentro a los hombres; la reacción espontánea suele ser la de rechazar al otro. Para superar ese rechazo se precisa una prolongada labor de educación cívica.
Hay que repetirles incansablemente a éstos y a aquéllos que la identidad de un país no es una página en blanco, en la que se pueda escribir lo que sea, ni una página ya escrita e impresa. Es una página que estamos escribiendo; existe un patrimonio común —instituciones, valores, tradiciones, una forma de vivir— que todos y cada uno profesamos y debemos respetar; pero también debemos todos sentirnos libres de aportarle nuestra contribución a tenor de nuestros propios talentos y de nuestras propias sensibilidades.
El dilema es ése: respeto al país que nos acoge, sin perder la posibilidad de crear, de trabajar, de aportar elementos de nuestra cultura que amplíen las perspectivas de la cultura de base. Un intercambio de realidades. Respeto y trabajo, derechos y obligaciones, ese es el ideal.
La terca realidad dispone de los buenos propósitos
Las olas migratorias suelen ser una oportunidad en tiempos de crecimiento económico, pero también un problema cuando hay crisis. Las catástrofes políticas y humanitarias de países pobres, suelen crear tensiones en los países desarrollados. La falta de oportunidades en Latinoamérica ha generado una inmigración importante hacia España, por hablar sólo del continente europeo. Cuando hacía falta mano de obra en la península todo iba bien y la inmigración irregular era tolerada. Hoy, con un 20 por ciento de desempleo, la situación es insostenible.
Lo mismo ocurre en Francia en donde los índices de desempleo son también muy altos, más del 9 por ciento de la población activa, y una política ultra agresiva en contra de la inmigración clandestina, pero también contra la legal. Expulsar extranjeros se ha convertido en una de las ‘virtudes’ del actual gobierno.
En un obtuso comportamiento se acusa al inmigrante de ‘robar el trabajo’ a los locales. También se les acusa de ser los delincuentes, la amenaza de la sociedad. Es una ecuación sin solución. Ya hemos escuchado la desatinada exclamación de un político de izquierdas: ‘Francia no puede ser el refugio de los pobres del mundo’. Pero tampoco puede acusarse al extranjero de ser el causante de todos los males de Francia. Ecuación sin respuesta.
Pero también los dirigentes de los países exportadores de inmigrantes deberían preocuparse más por la situación de sus conciudadanos. Deberían combatir su corrupción, crear más fuentes de trabajo, ayudar a sus clases humildes.
Por su parte, los países desarrollados también deberían crear verdaderas ayudas para la creación de empleos en los países con fuerte impulso migratorio. No basta con combatir a los inmigrantes ilegales expulsándolos violentamente, acción injusta e inhumana, hay que brindarles oportunidades en sus países. Las naciones deben adoptar una actitud de entendimiento hacía el problema de los inmigrantes. Los que exportan y los que reciben.
En los tiempos que corren esta es una auténtica utopía.
Pero no hay que cejar, porque inmigrantes somos todos en este mundo.
[1] Amin Malouf es autor de ‘Las Cruzadas vistas por los árabes’, ‘León el Africano’ ‘Samarcanda’ entre otras. Nació en Líbano, vivió en Egipto y reside en París. Escribe en francés. Es miembro de la Academia Francesa.
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