Alejandro Alvarez
Primera. Votar, abstenerse de hacerlo o anular el voto es un derecho, por la razón que juzgue el ciudadano. Nada ni nadie se lo puede impedir u obligar ni debe ser sujeto de chantajes porque ninguna de esas acciones está tipificada como falta o delito. Para empezar los propios congresos tienen estipulado en sus sistemas de votación la posibilidad de abstenerse. Pero no sólo eso, los legisladores pueden no asistir a las votaciones y nadie los amenaza con que si “no votan no cuentan”. Con un detallito adicional, a esos diputados y senadores se les pagan enormes sueldos por hacer ese trabajo y hasta ahora a ninguno se le ha corrido por no votar o por no asistir a las votaciones. Aquí va un ejemplo. En el sonado caso del dictamen relativo al procedimiento de declaración de procedencia solicitado en contra de ex diputado federal perredista Julio César Godoy Toscano –un pájaro de cuenta ahora prófugo– trescientos ochenta y dos diputados votaron por su desafuero, dos en contra, veintidós se abstuvieron y noventa y cuatro no asistieron a la votación ¿Ahora resulta que los ciudadanos que decidan no votar o anular su voto no podrán criticar o exigir a los gobernantes que cumplan con su deber? Estamos fritos.
Segunda. Los políticos y las partidos a los que pertenecen han desoído las demandas que millones de ciudadanos les han hecho de muy diversas formas tales como la reducción del número de diputados federales y senadores, la reducción del subsidio a los partidos y la cancelación de los servicios médicos privados pagados con el presupuesto del Congreso. Tampoco pagan impuestos, los cuales son cubiertos también con fondos del Congreso. A parte se auto asignan un ingreso de casi cincuenta mil pesos adicional por lo que llaman asistencia legislativa. O sea que se premian por asistir a trabajar (es un decir). Súmenle nimiedades como gasolina, celular, asistentes, viajes aéreos y cuotas de autopistas, bono de retiro –que puede ser de un millón y medio de pesos–, fondo de ayuda “ciudadana” –que por supuesto va a sus bolsillos–. En un interesante cálculo el periódico Milenio concluyó que ganan mil 869 pesos por hora laborada (es un decir). Y luego se desgarran las vestiduras, con quejidos lastimeros a favor de “los que menos tienen”. Si cómo no, lo sienten muchísimo.
Tercera. Los candidatos más sonados de los tres partidos principales –de los partidos chatarra mejor ni hablar– son impresentables. Los azules hacen proselitismo a favor de un partido al cual ingresaron hace apenas dos meses y hablan mal de un gobierno del cual medraron los últimos doce años. Y se dicen honestos, dignos y gente de principios. Sinvergüenzas. Los del partido en el gobierno son producto de arreglos entre la multitud de tribus en los que se han fragmentado. Sus méritos no se miden por la trascendencia ni calidad de su trabajo en la administración pública sino en la capacidad de negociación del grupúsculo al que pertenezcan (chuchos, bejaranos, padiernos, encinos, obradores, pablos) y sobre todo la “lealtad” al jefe supremo. La “consulta a las bases” es una faramalla, un teatro del absurdo, pero sobre todo una ofensa a la inteligencia de sus seguidores. Los tricolores son los padres de casi todos los engendros que inundaron al PAN y PRD. Ni más ni menos. Pero ahora se pintan de renovadores y representantes del “cambio verdadero’. Ni la burla perdonan.
Cuarta. Los actos políticos se llenan con las mismas personas que van de un lado a otro cachando despensas, vales y promesas de recibir dádivas en el próximo gobierno. Otros asisten por conservar el trabajo o por suponer que subirán en el escalafón. Los aparentes partidarios son en realidad clientelas, grupos corporativizados a través de colegios de profesionistas, organismos vecinales, sindicatos y ahora hasta organizaciones ambientalistas. Los actos de campaña actuales son actos vacíos de contenido, contribuyen a despolitizar a los ciudadanos y afianzan la idea de que la política no es para ellos.
Quinta. Los políticos podrán ahora ser repelentes a las demandas ciudadanas pero las cosas cambiarán cuando a sus mítines no se paren ni las moscas. Cuando a sus auditorios no vaya ni su chofer. Cuando a las plazas públicas no vayan ni los globeros a escuchar sus discursos. Cuando en las urnas no se introduzca una sola boleta tachada a su favor. Veremos entonces si no cambian.
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