Alejandro Alvarez
Fui feliz viviendo y creyendo la historia fantástica de los Reyes Magos. Durante las semanas previas al gran día nuestra madre nos señalaba a los hermanitos embobados mirando al cielo diciendo “Allá vienen ¿los ven? En fila los tres, bien alineaditos” En realidad era el cinturón de la constelación de Orión. “Ahora sólo falta que se porten bien para que les traigan juguetes”, continuaba diciéndonos y nosotros como hipnotizados no perdíamos de vista las tres lucecitas brillantes allá lejísimos, convencidos de que eran los tres dadivosos seres.
Algunas de las modernas escuelas de la enseñanza postulan que mantener esas ilusiones pueden traer “traumas irreversibles”. Pamplinas. Todo acaba sin problemas cuando un día cualquiera el más avanzado de la pandilla callejera, el más gandalla, dice sin rodeos “no mamen ¿todavía creen en los Reyes”. Ahí se acaba la historia y todo sigue sin sobresaltos. Simplemente las sospechas se confirman. Ese mismo día llegamos a casa y disparamos a bocajarro a nuestros padres: “¿a que ni saben qué? Ya sabemos que los Reyes Magos son ustedes” “Cállense cabrones que los puede oír su hermanito más pequeño”, nos reclaman, y añaden “bueno, ya que todo lo saben, este año se acabó el circo”.
Durante muchos años la noche del cinco de enero fue para mis hermanos y para mí de insomnio hasta que el cansancio nos derrotaba. En la madrugada el primero que despertaba sacudía a los otros y como gatos en la oscuridad los tres nos arrastrábamos a tientas por los otros dos cuartos que constituían la casa, palpando aquí y allá en búsqueda de un envoltorio sospechoso. De repente uno gritaba “aquí hay algo… ¡sí ya llegaron!”, brincábamos como un resorte a prender las luces para completar la búsqueda. Junto al bultito del regalo estaba el zapato correspondiente con la carta manuscrita. Lógicamente el listado cuidadosamente elaborado nunca correspondía con el obsequio, pero eso era lo de menos. Nuestros padres gruñían y seguían durmiendo.
En la calle, todavía en tinieblas, salían de una casa y otra, como un hormiguero, pequeños seres con una cajita bajo el brazo, misma que desenvolvían en cuanto otro se les acercaba y algo les preguntaba. Trompos, yoyos, canicas, carritos de madera, pelotas de todos los tamaños, muñecas, juegos de té, rifles, pistolas de fulminantes, bates, manoplas, patines del diablo y patines metálicos (pesadísimos) de pié con cuatro rueditas cada uno, empezaban a conformar un murmullo que cuando el sol aparecía ya se había convertido en un griterío.
Un buen día nos amaneció una bicicleta –una para todos, claro–, casi nos desmayamos, mi padre debió sacarse la lotería o endeudarse hasta la coronilla. Mi madre debió ahorrar durante meses escarbando aquí y allá del gasto y vendiendo gelatinas, colchas y delantales. Ahí estaba, completita, brillante, reluciente, con sus etiquetas nuevas. Era grande para nuestro tamaño pero eso no importaba (tenía que durarnos varios años y vaya que si duró). Metíamos un pie entre el cuadro de la bicicleta para impulsar el pedal contrario y así, medio chuecos, casi parados, íbamos avanzando haciendo eses. En dos o tres días, con unos cuantos moretones y raspones, éramos ya unos expertos malabaristas y sorteábamos hasta a los perros que furiosos se nos venían encima.
Siempre he creído que esos días fueron lo que más se aproximaba a una comuna solidaria y feliz. Aunque fuera por unos minutos todos compartían el juguete del vecino. El seis de enero era el más largo del año, empezaba de madrugada y concluía ya avanzada la noche con un pedazo de la rosca de Reyes y el champurrado que daban término a la extenuante jornada.
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