Acentos
Jorge Medina Viedas
Es imposible negar que la democracia mexicana ha perdido entre los ciudadanos los tramos de autoridad y legitimidad que había ganado a partir de los años ochenta del siglo pasado. Valdría referir desde un punto de vista sistémico el abatido rendimiento del Instituto Federal Electoral, a consecuencia del golpe demoledor que se le infringió en su credibilidad en las elecciones de 2006 y, acto seguido, en 2007, con las reformas legales que, en cierto modo, redujeron sus facultades.
Esta sería apenas una muestra singular, aunque especialmente significativa, de la prematura pérdida de calidad de nuestra democracia.
Pero son otros aspectos no meramente sistémicos los que parecen estar erosionando aún más gravemente los fundamentos que nos hacen creer que la democracia es el mejor instrumento para que los ciudadanos vivan en libertad y bajo reglas de una convivencia pacífica, civilizada y de respeto entre todos.
Empecemos por la reducción de libertades que provoca la violencia generada por los grupos criminales. Una sociedad que vive sometida por el miedo es una sociedad reprimida, limitada en sus facultades cívicas y carente de libertades plenas.
El mapa nacional de la violencia nos habla de varias decenas ciudades rehenes de los grupos criminales. No quiero caer en la reiteración, pero hay pueblos, comunidades, cientos de casas prácticamente abandonadas. El miedo crece, se extiende. Lo vimos en Xalapa apenas anteayer. La capital veracruzana despertó con ojos de espanto.
Ya veremos pronto si se suma a Acapulco, Ciudad Juárez, Mazatlán, Navolato, Tepic, Torreón, Durango, Reynosa, Iztapalapa en el Distrito Federal, donde hay robos, extorsiones, secuestros, muertes sin fin.
En segundo lugar, si este poder autárquico de las mafias es completamente opuesto a la democracia, no es difícil extrapolar lo que los poderes político y financiero propician en el funcionamiento de la democracia.
Un comportamiento que da vida a un nuevo totalitarismo de los partidos en perjuicio de los ciudadanos, al mismo tiempo un mercado abusivo, inmoral, que garantiza la impunidad de los actores financieros y comerciales sobre los consumidores, nos sugiere una emulación de aquellos mismos métodos despóticos y mafiosos que debilitan a la democracia.
Pierde vigor por lo insustancial de sus consecuencias decir que los ciudadanos tienden cada vez más a creer menos en los políticos y en la política. Hoy los políticos demostradamente corruptos responden con cinismo a los ciudadanos y a sus críticos y permanecen en el cargo o hasta ganan una elección. ¿No fue un acto ciudadano “enajenadamente consciente” que votaran por Juanito en Iztapalapa, porque lo ordenó un “ser superior”? ¿No se eligen a candidatos acusados de enriquecimiento ilícito o de ser sospechosos de estar vinculados con el narco? ¿Qué explica que hayan terminado en sus cargos Mario Marín, Andrés Ulises Ruiz, Jesús Aguilar Padilla y el mismo Andrés Manuel López Obrador, a pesar de sus fallas legales evidentes? ¿Qué ha hecho posible la permanencia en su puesto al gobernador Emilio González Márquez? ¿Qué don divino tiene doña Elba Esther Gordillo para mandar todo lo que manda? ¿Quién o por qué se permitió la estancia al ex director del IMSS, Juan Molinar Horcasitas no sólo en su puesto, sino que fue promovido a una secretaría donde acusó de nuevo su torpeza política y su deshonestidad?
Todo lo dicho aquí fue cuestionado reiteradamente también por los medios. Los que tenían y tienen que poner término a estas anomalías democráticas, nada hicieron ni nada harán. A los políticos la crítica de los medios, la discrepancia o la indignación ciudadana les importan un comino. No hay mejor prueba del fracaso de la democracia y de la moral pública que el cinismo de los políticos.
Un cinismo que tiene a su favor el ímpetu de su ambición y de sus recursos económicos y políticos, pero también el desencanto de muchos ciudadanos y la complicidad de otros, una complicidad y un desencanto que deben tener mil explicaciones, pero que se pueden ver claramente en ese círculo vicioso en el que giran la crisis de las ideologías y de los partidos, el consumismo, la impunidad, la corrupción, la falta de una cultura democrática, todo ello en un ámbito en donde se tiene como telón de fondo una historia política ominosa, en la que destaca el gobierno de Vicente Fox, que nunca, lo que es decir nunca, entendió que había llegado al gobierno porque había una crisis y que era lo primero que tenía que enfrentar.
Simplón, ignorante supino, Fox dejó al país en el desaliento y la decepción, a merced de los depredadores de todo signo y de los inexpertos de toda laya, en manos de un gobierno a estas alturas ya desacreditado y de una sociedad civil desgastada y acomodaticia, incapaces de contener a esta nueva generación de políticos autoritarios, mesiánicos, que no saben nada de democracia ni de libertades, que guiados por sus instintos básicos, van como una locomotora desenfrenada por el poder.
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