sábado, 24 de diciembre de 2011

Cuento: Hoy 24 todo es diferente...

Por: JOHN BETTER ESPECIAL PARA EL TIEMPO | 9:10 p.m. | 23 de Diciembre del 2011


"¡Saquen a la abuela al patio!", gritó mi madre desde la cocina. Juntos, Camila y yo, cargamos el viejo mecedor con dificultad, aunque, menuda, la abuela Ana Cecilia pesaba como un costal de plomo. Ya no caminaba desde hacía un año, tampoco hablaba, excepto algunas veces cuando de su boca salía un sonido gutural que a mí particularmente me estremecía. Entonces, mi madre sabía lo que tenía que hacer: traerle su caja de polvos en forma de pera. En seguida, la abuela tomaba la bellota y espolvoreaba su cara hasta quedar tan blanca como un fantasmita. Bajamos la mecedora a mitad del patio justo debajo del árbol de mango. Mi madre se acercó y colocó en su regazo una bolsa de maíz partido y se fue a la cocina, donde tenía una olla de agua hirviendo. La abuela tomó un puñado de granos y los esparció en la tierra húmeda del patio. Un enjambre de gallinas de todos los colores se acercaron hasta ella picoteando ansiosas por todos lados. Mi hermana Camila temblaba; sabía lo que iba a ocurrir en pocos segundos. Por eso odiaba los 24 de diciembre, y por mucho que tratara de escurrirse de aquel ritual de cada año, mi madre la obligaba, a las malas, a participar. Por el contrario, a mí me fascinaba ver aquella carnicería, ver a la abuela, quien en fracción de segundos tomaba dos gallinas y les partía el pescuezo, un sonido que era como el tronar de varios dedos al tiempo. Mi madre trajo la olla de agua hirviendo y la dispuso a un lado del mecedor; la abuela ya tenía en sus manos a la tercera ave y sin ninguna piedad la mató. Ahí empezaba nuestra labor: Camila y yo teníamos que tomar a las gallinas y meterlas en el agua todavía burbujeante. 
Luego tocaba el desplume. Mientras mi hermana evitaba por todos los medios vomitar, yo desprendía el plumaje de las aves a toda velocidad. El olor era fuerte, el mismo olor que supuraban nuestras heridas por travesuras cuando empezaban a cicatrizar. Ya peladas, mi madre iba hasta la batea y con una machetilla empezaba el destace. Camila ya estaba metida en el baño restregándose, tratando de quitarse el olor a sarna de las manos y de seguro pensando en lo peor que le estaba por venir: cuando le tocara comerse a la fuerza las gallinitas que meses atrás habían sido sus pollitos preferidos y las que había bautizado con nombres de personajes de Disney. 

-Hoy te comerás a Bambi -le decía mi madre socarronamente, mientras abría al animal en dos. 

La abuela se había quedado dormida, se veía hermosa con la cayena que Camila le había colocado en su cabello. El interior de una gallina es un cuadro colorido; me fascinaba ver los tonos azulados del tripaje, el rosado brillante de los pulmones, el marrón intenso del hígado y el verde amargo de la bilis, la que mi madre quitaba con el mayor de los cuidados, como un preciso cirujano. Si la bilis se reventaba se dañaba toda la carne.

-¡Mira dónde estaba mi arete perdido! -dijo mamá sosteniendo en su palma una pepita de oro que encontró en el interior de una de las mollejas de las gallinas.

Ahora mi misión era moler en un gran mortero de piedra las especies para aderezar nuestra cena navideña. Comino en grano, achiote de nuestra propia cosecha, ajo, pimienta de olor y cilantro. Camila ahora avivaba el fuego soplando con la tapa de una olla los maderos encendidos en el fogón de leña que armamos en el fondo del patio.

-¿Así, ma? -le pregunté, enseñándole la masilla colorida dentro del mortero.

Aprobó con la mirada mi trabajo y empezó a untar las aves con el aderezo. La abuela se despertó por el humo de los leños que empezaba a esparcirse por todo el patio. 

-Llévenla adentro -ordenó mamá.

Llevamos nuevamente el mecedor hasta la sala. La dejamos frente al televisor y le pusimos su canal favorito: el canal de los animales, como decía mamá. Dos largas jirafas trotaban a lo largo de una llanura africana; la abuela de inmediato quedó con los ojos fijos en la imagen. Regresamos al patio. La luz de diciembre es diferente a la de todos los años: es una luz limpia, brillante, como filtrada a través de una naranja. 

El fuego crepita en el fogón en el que mamá ha puesto encima un gran caldero, en el que vacía las presas de pollo y gallina, también trozos de apio, zanahoria, habichuelas verdes y crocantes, cebollín, pimentones rojos; todo chispea al hacer contacto con el aceite caliente. Mamá revuelve y los olores empiezan a mezclarse, el perfume del apio se impone, pero en breves minutos todo será un espeso caldo al que, como punto final, se agregará el arroz, unas tres libras, para los invitados de esta noche: tíos, tías, primas, sobrinos; nuestra casa será una algarabía de hombres que huelen a old spice y mujeres perfumadas con agua de jazmín. 

Ayer estuvimos con mi madre y Camila comprando la ropa del 24. 
El centro de Barranquilla es el lugar más enorme del mundo. El paseo Bolívar es un bulevar con muchos almacenes y jugueterías. 
Pero yo ya tengo 10 años; eso se lo dejo a mi hermana, que es una niña todavía. Mi madre nos escogió la ropa. A mí me compró un pantalón de lino burdo, zapatos de charol y camisa blanca. 
Parecía un imbécil frente al espejo. Repuse que no me gustaba la pinta y ella dijo que no protestara. A mi hermana le fue un poco mejor: le regalaron un vestido de holanes color azul marino; se veía encantadora. Mi madre también se compró uno. No era una mujer hermosa, pero tenía un aceptable gusto a la hora de vestir. Y también poseía una voz encantadora. Se levantaba temprano todos los días desde que tengo memoria y cantaba en el patio baladas de las cantantes más famosas de la época. A veces interrumpía el canto para gritarme:

-¡John, ya se meó otra vez en la cama!

Y retomando el canto me daba un par de fajonzazos como si nada. 
Desde que mi padre se fue con "esa mujer", como ella llamaba a una mujer que nunca supe quién era, su voz se fue arruinando paulatinamente. Empezó a gritar con más frecuencia: "¿Por qué tienes que ser tan testarudo?". Pegaba el alarido y luego me lanzaba lo que tuviera a la mano: un adorno de cerámica, un plato de loza, una naranja...

Pero hoy 24 todo es diferente. Ella no grita tan fuerte, ríe muchísimo, nos perfuma y nos viste a todos cuando la tarde cae. Luego se sienta en el tocador y se arregla. Yo me escondo detrás de la cortina y la veo, la contemplo en silencio. En ese momento ignoro lo diabólico que pasa por su mente; ignoro que mañana la casa estará llena de vecinos y familiares cerrados de traje negro; ignoro que esta casa a partir de mañana se irá cayendo pedazo a pedazo; ignoro que guardaré su foto para siempre en un pesado libro que una vez me tiró y me dejó inconsciente. Pero, por el momento, salgo de mi escondite y le doy un abrazo y el regalo que le tenía para Navidad, y ella, con disimulo, esconde un frasco de pastillas en el cajón del tocador; luego me mira, me acicala y dice: "Bueno, ya casi es hora".
John Better
Es autor de 'China White' (poemas), 'Locas de felicidad' (crónicas y cuentos), 'Los cantos oscuros de Sioux Vidal' (poemas) y 'Todos los destinos' (cuentos)

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