Eduardo Lizalde escribe sobre esta “nueva –breve- obra maestra”, como él la califica, que aparece bajo el sello de Visor. Presentamos dos poemas de dicho libro.(REVISTA LA OTRA...)
DIME DÓNDE, EN QUÉ PAÍS
Eduardo Lizalde
Agrega Marco Antonio Campos a su ya extensa, personalísima y sorprendente obra de poeta, de crítico, de traductor, de cronista, de historiador y estudioso de la literatura mexicana y de otras, este libro ejemplar que él titula Dime dónde, en qué país (una línea que toma de Villon) y que ha compuesto, como dice, con poemas en prosa y una fábula.El libro es bello y complejo, en su aparente sencillez, pero intrincado, contexto de referencias, alusiones literarias, históricas y artísticas y es, en efecto, tanto verdadera poesía, como la que ha logrado consumar en su lírica el autor, pero es al mismo tiempo una colección deslumbradora de visiones, de crónicas de viaje por el mundo entero, de paisajes urbanos, amores consumados y no, mares, ríos, montañas, galerías pictóricas, encuentros con autores legendarios o nacidos ayer, barrios paupérrimos, aventuras en tren y al mismo tiempo, profundas y conmovedoras incursiones en la propia biografía, en el alma y en la memoria familiar. De algún modo, este conjunto de Marco Antonio, me hace pensar en el libro admirable y perfecto de otro ilustre visionario, viajero, cronista y autobiógrafo imponente: el grande y prolijo catalán Joseph Pla, autor de los diarios voluntariamente imperfectos e invaluables de su Cuaderno gris, que no ha sido posible terminar de imprimir.
Un indispensable, querido y cada vez mejor leído par suyo es Marco Antonio, al que no alcanzan estas pocas líneas para celebrarlo como se merece por su nueva –breve- obra maestra.
DOS POEMAS DE MARCO ANTONIO CAMPOS
NOCTURNO DE MAZATLÁN
Dices: “Vamos”. El cielo en llamas lo apaga el viento. Lo veo irse sobre las altas palmeras. El pájaro que despide el atardecer es una muchacha blanca, de cabello negro y de cuerpo oscilante, que apenas parece tocar la arena y se la lleva una oleada de miradas. Bajo el oro de las estrellas la bahía parece un anillo quebrado por el lado de atrás.
Al caminar a la orilla de la playa cada sombra de tu sombra la borra otra sombra más antigua. Te detienes y miras a lo alto. Oyes el amarillo de la estrella en el cielo oscuro de la noche. Oyes. Los rumores de las olas te hablan de los mares del sur que no navegaste ni navegarás.
¿Estuviste aquí el otoño del ’86 como te dice Juan José? Sólo recuerdas, entre el baile desequilibrado y la ventana quemada del alcohol, los rostros de dos muchachas, una más hermosa que otra, una tan alondra y otra, y una estrofa de canción que te repercutía en las sienes: “Cuando el hombre/ toma sus licores/ es que sus amores/ lo van a olvidar”.
Haces la cuenta de los años y te sorprende que debas pensar que te hallas más cerca de la ceniza de la rosa que de la rosa joven que segó el francés para que no se arrepintiera al llegar a vieja. Pero debes ir adelante que para días difíciles el tiempo te ha sobrado y aún te queda y te quedará más. Por voluntad o sin ella has caminado desde muy joven de montaña a montaña sobre un cable eléctrico no queriendo bajar la vista para no distinguir la profundidad del abismo.
No lejos, detrás de la niebla azul, ves de manera borrosa las isletas de Pájaros, de Lobos y Venados e imaginas que las gaviotas se quedaron a dormir allí. Oyendo el titilar de oro de las estrellas te dices que es la misma emoción la belleza de un verso, que una noche azul en el mar, que la pasmosa solución de una ecuación matemática.
Te preguntas de nuevo: ¿pero cuántos y qué pájaros parten de manera cotidiana desde las rocas de la Hermana Norte y de la Hermana Sur? Mientras sales de la playa y oyes a lo largo del Paseo el murmullo del aire sobre los conos y las hojas ásperas de las palmeras, piensas en islas que ya no podrás ver y en ciudades de las que sólo te quedará decir: “Me hubiera gustado conocerlas”
Te encaminas hacia el centro. Pasas a un lado de catedral. Caminas dos calles, y en plaza Machado recoges las máscaras desechas del carnaval reciente, y resuenan en los muros las líneas de una canción que te recuerda la fugaz hermosura de las mujeres: “Se murió la flor de mayo,/ se secó la flor de abril”. Largamente permaneces en una mesa del café Altazor. Lees el periódico que te ofrece el dueño. Pero qué clase de mundo inmundo –me dices- recibimos como herencia y mañana heredaremos. El mundo, estoy seguro, será de los más pero no de los mejores.
Las muchachas ligeras y de largas piernas se sientan en las bancas, se van, nos van dejando la respiración del deseo que se vuelve un suspiro inútil. La plaza se vacía. Vacías el fuego del tequila en la garganta hecha fuego. Se vacía la vida. Se vació.
Y de una manera casi imperceptible los dedos de la aurora empiezan a alargarse en las arcadas de la plaza y en las ventanas del teatro.
Al caminar a la orilla de la playa cada sombra de tu sombra la borra otra sombra más antigua. Te detienes y miras a lo alto. Oyes el amarillo de la estrella en el cielo oscuro de la noche. Oyes. Los rumores de las olas te hablan de los mares del sur que no navegaste ni navegarás.
¿Estuviste aquí el otoño del ’86 como te dice Juan José? Sólo recuerdas, entre el baile desequilibrado y la ventana quemada del alcohol, los rostros de dos muchachas, una más hermosa que otra, una tan alondra y otra, y una estrofa de canción que te repercutía en las sienes: “Cuando el hombre/ toma sus licores/ es que sus amores/ lo van a olvidar”.
Haces la cuenta de los años y te sorprende que debas pensar que te hallas más cerca de la ceniza de la rosa que de la rosa joven que segó el francés para que no se arrepintiera al llegar a vieja. Pero debes ir adelante que para días difíciles el tiempo te ha sobrado y aún te queda y te quedará más. Por voluntad o sin ella has caminado desde muy joven de montaña a montaña sobre un cable eléctrico no queriendo bajar la vista para no distinguir la profundidad del abismo.
No lejos, detrás de la niebla azul, ves de manera borrosa las isletas de Pájaros, de Lobos y Venados e imaginas que las gaviotas se quedaron a dormir allí. Oyendo el titilar de oro de las estrellas te dices que es la misma emoción la belleza de un verso, que una noche azul en el mar, que la pasmosa solución de una ecuación matemática.
Te preguntas de nuevo: ¿pero cuántos y qué pájaros parten de manera cotidiana desde las rocas de la Hermana Norte y de la Hermana Sur? Mientras sales de la playa y oyes a lo largo del Paseo el murmullo del aire sobre los conos y las hojas ásperas de las palmeras, piensas en islas que ya no podrás ver y en ciudades de las que sólo te quedará decir: “Me hubiera gustado conocerlas”
Te encaminas hacia el centro. Pasas a un lado de catedral. Caminas dos calles, y en plaza Machado recoges las máscaras desechas del carnaval reciente, y resuenan en los muros las líneas de una canción que te recuerda la fugaz hermosura de las mujeres: “Se murió la flor de mayo,/ se secó la flor de abril”. Largamente permaneces en una mesa del café Altazor. Lees el periódico que te ofrece el dueño. Pero qué clase de mundo inmundo –me dices- recibimos como herencia y mañana heredaremos. El mundo, estoy seguro, será de los más pero no de los mejores.
Las muchachas ligeras y de largas piernas se sientan en las bancas, se van, nos van dejando la respiración del deseo que se vuelve un suspiro inútil. La plaza se vacía. Vacías el fuego del tequila en la garganta hecha fuego. Se vacía la vida. Se vació.
Y de una manera casi imperceptible los dedos de la aurora empiezan a alargarse en las arcadas de la plaza y en las ventanas del teatro.
TELAR DE SAN CRISTÓBAL
Ante la iglesia otra vez de pie, observo las manos de la indígena que hila en el telar el cielo diáfano de diciembre, casas de barro y tejas, balconería que te asoma a los cuatro puntos coloniales, vendedoras que tienen la estatura del gorrión, artesanía policroma. En los pasillos multiétnicos van y vienen las jóvenes de Zinacantán con sus vestidos católicamente azules. Pasean hombres con máscaras de murciélago.
Qué hermosas las montañas con espesura de pinos.
“Cuando vine por los años ochenta –oigo tristemente lo que me digo al punto- ya sabía que la vida la había malbaratado y sólo mantenía la idea fija de emprender o seguir la fuga, que siempre es mejor a escribir el mejor de los obituarios. Entre desventura y vacío, llevaba la pluma y el cuaderno para pergeñar poemas por ciudades de occidente. Sobrio para vivir, hablé paradójicamente más de lo debido y dije a menudo lo que no debí decir o callé cosas que debí decir en su momento. Me avergüenza confesar que en ocasiones vilezas de los otros me ennegrecieron el alma y la venganza me fue y me sigue siendo una delicia oscura”.
Las manos de la indígena forman Cristos desangrados frente al altar. En tarea de relieve teje en la tela el pórtico de la iglesia de Santo Domingo. En los púlpitos de todas las iglesias de la ciudad los sacerdotes, no viéndose la cara, escupen fuego podrido contra rebeldes y escépticos para que nadie nos saque de la hoguera. Me detengo a mirar en el telar de la indígena la estatua del fraile de Las Casas que vigila desde lo alto a los hijos que tienen los dedos recién cortados y el alma disminuida.
“Es 11 de diciembre del año cristiano del 2007. Sería cumpleaños de mi padre. Es mejor no recordarme cómo fui porque no soportaría de nuevo observar la realidad. ¿Pero en verdad, abajo del Baúl Mundo, tiene algún sentido buscar en la ceniza el oro de la justicia?”
Anochece. “Hace uno lo que puede, lloramos a la sombra de nuestra sombra”, me dice la mujer que me ha hilado y deshilado en la tela.
Vuelvo la vista y detrás de las montañas el sol cae, desaparece. Cierro los ojos. Cuando los abro sólo veo el telar.
Qué hermosas las montañas con espesura de pinos.
“Cuando vine por los años ochenta –oigo tristemente lo que me digo al punto- ya sabía que la vida la había malbaratado y sólo mantenía la idea fija de emprender o seguir la fuga, que siempre es mejor a escribir el mejor de los obituarios. Entre desventura y vacío, llevaba la pluma y el cuaderno para pergeñar poemas por ciudades de occidente. Sobrio para vivir, hablé paradójicamente más de lo debido y dije a menudo lo que no debí decir o callé cosas que debí decir en su momento. Me avergüenza confesar que en ocasiones vilezas de los otros me ennegrecieron el alma y la venganza me fue y me sigue siendo una delicia oscura”.
Las manos de la indígena forman Cristos desangrados frente al altar. En tarea de relieve teje en la tela el pórtico de la iglesia de Santo Domingo. En los púlpitos de todas las iglesias de la ciudad los sacerdotes, no viéndose la cara, escupen fuego podrido contra rebeldes y escépticos para que nadie nos saque de la hoguera. Me detengo a mirar en el telar de la indígena la estatua del fraile de Las Casas que vigila desde lo alto a los hijos que tienen los dedos recién cortados y el alma disminuida.
“Es 11 de diciembre del año cristiano del 2007. Sería cumpleaños de mi padre. Es mejor no recordarme cómo fui porque no soportaría de nuevo observar la realidad. ¿Pero en verdad, abajo del Baúl Mundo, tiene algún sentido buscar en la ceniza el oro de la justicia?”
Anochece. “Hace uno lo que puede, lloramos a la sombra de nuestra sombra”, me dice la mujer que me ha hilado y deshilado en la tela.
Vuelvo la vista y detrás de las montañas el sol cae, desaparece. Cierro los ojos. Cuando los abro sólo veo el telar.
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