Alejandro Alvarez
Así pasa, hay días en que uno amanece con el complejo de manirroto, con un impulso incontrolable por repartir los pocos centavos que se tienen. Sobre todo a unas pocas horas de haber cobrado la quincena. Ayer fue uno de esos días fatales. Primero que nada separé lo correspondiente a lo que los economistas llaman gastos fijos, no quiero problemas domésticos a fin de mes nomás por darle rienda suelta a pagar deudas.
Y ahora sí, a darle. Lo primerito que zanjé fueron mis compromisos con Hacienda. Si hay un monstruo burocrático que me ponga los pelos de punta es esa Secretaría que no hace mucho encabezaba un gordito simpático. Nada más me llega un aviso con ese escudito de la hache grandota y voy volado con mi contador a que me haga un exorcismo. Cada mes voy a pagar mis impuestos y cómo me acuerdo de personajes como el diputado granuja del cual les platiqué hace poco. Debería elevarse a la categoría de pecado capital andar manteniendo mentecatos con dinero público. Sé que ese pecado que cometemos lo vamos a pagar muy caro, tarde o temprano. Es peor que tirar dinero a la coladera. Y así, con nuestros impuestos mantenemos a miles o decenas de miles de vividores. Y no me hagan hablar porque podemos empezar con los gobernantes y representantes populares que se acaban de elegir. Yo ya dije que anulé mi voto, así es que mi conciencia está tranquila por ese lado.
Después fui a pagar la tarjeta de crédito. Debo tener en el fondo de mi alma algún trauma muy grande y profundo en contra de pagar intereses a los bancos y en general a pagar cosas en abonos. En mi infancia jamás conocí a un abonero y el día que mi padre tuvo que hipotecar la casa casi nos morimos del susto. No dejo pasar ni un mes sin cubrir mis deudas de plástico –así le llaman al tarjetazo– para que no me den el mordisco esas víboras venenosas insaciables. Y hay que estar viendo con lupa el estado de cuenta para que no nos esquilmen con los cien, cincuenta o hasta mil pesos mal cobrados por una comisión fantasma o un “error de dedo”. Andarse cuidando las espaldas de esos bandidos de cuello blanco es estresante.
Ya con la cartera enflaquecida fui a visitar a mi albañil. Me acaba de poner un piso y tener a un albañil de confianza es un tesoro que se debe cuidar tanto como a un plomero diestro o un carpintero cumplido. Son rarísimos. Decía que al albañil le fui a dar su complemento. Ya antes, de acuerdo con la ley no escrita, le había dado su anticipo y puntualmente cumplió con el plazo. No sin antes retrasarse tres semanas en empezar. Pero eso, tratándose de albañiles, es pecata minuta.
Con un hálito financiero tuve arrestos –o sea recursos– para recoger unos zapatos con flamantes suelas corridas y una lustrosa repintada. Quedaron como nuevos, por lo menos para lo que resta del año. Me siento solidario con ese oficio, siendo niño en la esquina de la calle había un negocio de reparación de zapato comandado por una señora de unos cien kilos de peso. Su hijo, apodado El Tol, era un vago de marca, compañero de pandilla, para qué más que la verdad. Los domingos el taller se convertía en fonda expendedora de enchiladas de mole. Un mole riquísimo. Los aromas de resistol, calcetín, cuero, caldo de pollo, queso y mole, le daban al lugar un encanto especial. Creo que nunca olvidaré cuando mi madre me mandaba a comparar en una ollita los tres pesotes de mole con los cuales mi jefa armaba un desayuna de antología para toda la familia.
Huelga decir que salí con mis zapatitos reparados pero con la seria sospecha de que estaba casi en bancarrota. Saqué la cartera con mucho cuidado y completé sesenta pesos, suficiente para un paquete de seis, pensé, y además bien ganado, ya era casi la una de la tarde y el calor era insoportable. Siempre he dicho que este crudo invierno sudcaliforniano es la envidia del país. Con las consabidas beberecuas bien helodias me enfilé a visitar a mis mecánicos de cabecera, don Pedro y Gabriel, allá por Agua Escondida, siempre hospitalarios, donde dimos cuenta de esos líquidos comentando las últimas peleas de box y el pésimo nivel de las nuevas promesas del pugilismo nacional. Inflados por la publicidad y los villamelones, esos ignorantes que nunca faltan en el deporte.
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