Como diría la abuela: recordaste un domingo muy temprano y bajaste a la
playa en busca del pirata que asaltara tu sueño y enterrara sus cofres
herrumbrosos, cargados de reliquias, casi bajo tu lecho.
Buscaste por la orilla, removiste las piedras y la lamas, las vísceras del pargo
y de la raya, del botete y el bagre, los huesos casi arena del pelícano.
Escarbaste, escarbaste hasta que brotó el agua entre tus manos pero nada de
aquello, ningún collar de perlas, ningún cetro de oro, ni diamantes ni nada
parecido.
Quizás no era la hora mañanera la ideal para buscar tesoros.
Quizás la noche con sus fosforescencias, fuera el tiempo propicio para los
gambusinos.
Por lo pronto, que el día continuara jugando en la bahía, desenterrando
conchas, caracoles zumbones, piedras porosas, y una que otra moneda de
cobre, con un sol imborrable en sus adentros, que alguna vez valió veinte
centavos.
Y apretando el botín contra tu corazón filibustero, seguiste con tu trote
lanzando piedrecillas contra la superficie, haciéndolas saltar, hundirse y
emerger como seres marinos, tres, cuatro, cinco, veces.
¿Podrías llegar a seis?
Hasta que aquel jolgorio de auras, remolino de oscuros zopilotes, enturbió la
mañana del domingo. El cuerpo de un hombre flotaba de "a muertito" entre la
espuma y los sargazos de la orilla.
Era seguramente un gringo, su piel blanca cocida por las sales y soles de su
insólito viaje submarino. Las mojarritas le mordían los labios desflorados; los
muleginos le chupaban un pedazo de sexo; los cangrejos cargaban con los
ojos y los botetes le picaban el pecho.
Soltaste la moneda de cobre, la del sol enterrado, la que alguna vez valió
veinte centavos, y corriste a casa a despertar a todos, a reciclar el miedo.
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