jueves, 16 de septiembre de 2010

Reflexiones pospatrióticas 4. Doscientos años después


Día con día

Héctor Aguilar Camín

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  • 2010-09-16•Al Frente
Quien mira hacia el México de 1810 o hacia la Revolución de 1910, mira hacia un país en casi todos los aspectos inferior al que ayer celebró los 200 años de su Grito de Independencia.
Llamar mexicanos a los habitantes de la Nueva España es una licencia de lenguaje. México no era entonces sino el nombre de un país posible en busca de su forma. El país de 1810 era un gigante territorial y un enano cultural y demográfico: una aglomeración de etnias monolingües, con una minoría rectora hispanohablante.
México tiene hoy el mismo territorio que en 1910, cuando celebró el primer centenario de su Independencia. Pero su tamaño humano y su intimidad cultural son muy distintos.
Veamos el tamaño humano. En 1910 México tenía 15 millones de habitantes. Estados Unidos, 92 millones. México era la séptima parte de nuestro vecino del norte.
México tiene hoy 110 millones de habitantes. EU, 309. La población estadunidense ya no es siete sino sólo tres veces mayor que la de México.
Veamos la intimidad cultural. De los 15 millones de habitantes que México tenía en 1910, unos 7 millones eran analfabetos y unos 6 millones indígenas monolingües. Había una lengua dominante, el español, pero no una lengua común. El país de 1910 era todavía una asamblea de naciones: un territorio de Babel.
México es hoy una nación de 110 millones de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales son alfabetos y hablan español. Este rasgo de cohesión cultural no había existido antes en su historia.
Lo que quiero decir es que los mexicanos habitamos hoy un país enorme, al que seguimos pensando, con cabeza chica, como un país débil, pobre, heroico para consumo propio, condenado al fracaso político y al laberinto de la ilegalidad.
Pensamos con la cabeza de un país-ajolote en el cuerpo de un país-ballena. El cuerpo acabará imponiéndose sobre nuestra cabeza a caballo de su extraordinaria vitalidad.
La vitalidad del pueblo de México tiene que ver con su juventud y con los buenos impulsos de su naturaleza. La naturaleza de los pueblos no existe, es una historia.
Algún historiador nos explicará alguna vez por qué el pueblo de México, que en nuestra cabeza de ajolote no tiene sino penas que penar, en su vida diaria es tan llana y vivamente trabajador, tan dispuesto a progresar a cualquier precio, y a pagar cualquier precio para progresar.
México es mejor que su pasado en todos los aspectos, salvo en la opinión que tiene de sí mismo... y en sus desfiles. (¡Ohhhh!)
acamin@milenio.com

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