Alán Arias Marín
Diego Fernández de Cevallos —referente crucial de la clase política mexicana y del partido en el gobierno— está (éstas son las posibilidades de acuerdo con la información divulgada al escribir este texto): herido y —por ende— localizado, secuestrado o muerto. El síntoma es inequívoco, la “guerra al narcotráfico” se ha sobrepolitizado. El incidente de Fernández de Cevallos parece marcar un punto de inflexión cualitativo. El narcotráfico (y/o alguna híbrida derivación) se ha asumido como actor político. Pese a sus modalidades variantes y crecientes de intervención política violenta, el gobierno se rehúsa a aceptarlo; la contradicción habrá de resolverse a sangre y fuego. Las consecuencias son de pronóstico reservado, las previsiones difíciles; acaso, por analogía, referencias inescapables al terrible proceso vivido por Colombia.
La fragilidad del Estado mexicano es ostensible; su descomposición rampante y acelerada. Más allá del mensaje específico que los atacantes, captores y/o asesinos de El Jefe Diego, uno de los pocos políticos profesionales de vocación —a la Weber— en el país, hayan querido significar e, incluso, con independencia del desenlace del hecho, su caso puede derivar en paradigma; apuntar y apuntalar un comportamiento extremo como típico, que inaugure un grado de gravedad mayor en el escalamiento de la confrontación armada que vive el país. El narco como actor político extiende la violencia que le es inherente al primer círculo de la clase política gobernante.
La tozudez conceptual y práctica para conceptualizar como “guerra” (y no como un conflicto armado de nuevo tipo) la decisión política de combatir, con mentalidad y discrecionalidad propias del estado de guerra, a las organizaciones y bandas del crimen organizado y sus vanguardias de narcotraficantes, ha derivado no sólo en una escalada de violencia sin precedentes desde la Cristíada, sino en la multiplicación de los nudos disfuncionales y/o fallidos de las instituciones gubernamentales. El agua ha llegado a los aparejos, como es evidente en el debate público respecto del Ejército, institución límite en cuanto a la funcionalidad del Estado y su eficacia en preservar el monopolio legítimo de la fuerza, así como en la vulneración del núcleo básico y primero de los Derechos Humanos.
Las limitaciones y pereza intelectual del gobierno del presidente Calderón, su pulsión de cruzado pseudomoral y no su compromiso ético de estadista, han impedido —con grandes costos humanos, políticos y culturales— entender la complejidad multidimensional del fenómeno del narcotráfico, su esencia como negocio de altas ganancias derivado de la prohibición y la caracterización de la violencia prohijada por el crimen como típica de los conflictos intraestatales contemporáneos post-Guerra Fría. Imposible, para el voluntarismo primitivo y el decisionismo dogmático presidenciales, asumir la descomposición del Estado mexicano como condición preliminar y necesaria para el desarrollo del conflicto armado de nuevo tipo que atraviesa al país.
Las élites dirigentes —económicas, políticas y culturales— no han podido comprender lo que ocurre desde hace años en México; la estrategia impulsiva y poco meditada del presidente Calderón resultó ser una decisión política precipitada, carente de diagnóstico, sin conceptualización fundada, ponderación de fuerzas, definición de objetivos y cálculo de costo-beneficio de la “guerra al narcotráfico”. Esa complicidad e incomprensión, así como la cruzada calderonista han catalizado y potenciado la violencia criminal. La visión unilateralmente militar y policial no resuelve ni aminora el fenómeno del narcotráfico, ni es capaz de ponderar los efectos múltiples y complejos que implica; entre ellos, la refuncionalización de la violencia como reguladora de la vida social y —ahora— en una nueva escala, incluso, de la vida política.
Los enfrentamientos violentos entre grupos y bandas armadas por el control de territorios (barrios y colonias, zonas agrícolas, poblaciones fronterizas, aduanas, aereopuertos, puertos marítimos, nudos comunicacionales), rutas y ámbitos sociales específicos (administraciones, policías y funcionarios principalmente municipales pero también estatales y federales y de aparatos de impartición de justicia; suponen la existencia de segmentos sociales de población incorporados a la lógica criminal; su base social. Ahí la violencia cumple una función regulativa de las relaciones sociales.
El narco como actor político, apto para incidir tanto institucionamente (control de funcionarios, elecciones, opinión pública, acciones de masas) y ahora como disenso armado atentando directamente contra políticos (el asesinato del candidato panista José Mario Guajardo y la agresión (en la modalidad que sea) contra Fernández de Cevallos.
FCPyS-UNAM. Cenadeh.
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