24 de mayo de 2010
2010-05-24. EL UNIVERSAL.
La más importante noticia política del año en México, el secuestro de Diego Fernández de Cevallos, ha dado lugar a diversas e inesperadas reacciones.
Quiero referirme a la decisión de Televisa de abstenerse de informar sobre el caso y limitar sus noticias a los boletines oficiales. La razón puede ser cualquiera: motivos humanitarios, respeto a la familia, no obstaculizar la labor de los investigadores, distanciarse de rumores y versiones sin fundamento. Cualquiera. La medida insólita en el panorama del periodismo mundial merece un análisis que vaya más allá del síntoma y nos lleve a causas y consecuencias.
Debo reiterar que Televisa fue mi casa durante más de 50 años y salí de ella por mi propia voluntad y sin rencores. No pretendo siquiera esbozar una crítica contra la institución ni, mucho menos, contra sus dirigentes y empleados con quienes, diez años después de mi renuncia, mantengo la amistad de siempre. Conocí tres generaciones de la familia Azcárraga y al actual Emilio no diré que lo vi nacer pero sí que ese día, hace 42 años, felicité a su padre. No sale de mis sentimientos la mínima intención de agraviar o causar molestias. Considero, sin embargo, que la determinación de suspender toda noticia no oficial en el medio de información más poderoso del país, cuando hay una avidez generalizada por saber qué pasó, crea un precedente desconcertante.
Durante muchos años, los medios sufrieron una censura propia de un sistema monopólico del poder, mejor dicho, de los poderes constitucionales y fácticos, que estrechaba el margen de posibilidades de los dueños y profesionales del periodismo. Esa situación cambió al cambiar el país, cuando una transición de partidos y corrientes políticas fraccionó la hegemonía partidista y dio lugar a un pluralismo que se manifestó, muy especialmente, en la libertad de informar y opinar. Surgieron nuevas voces, otras aprovecharon lo que antes no se ofrecía y llegamos al periodismo que ahora disfrutan los mexicanos, sin más cortapisas que la autocensura o los límites que sus empleadores señalan. La censura oficial, que existe adaptada a las circunstancias, puede acatarse o no, según el grado de independencia de quien la sufre. Se presenta la posibilidad de optar.
Dicho más claro: antes no podías, ahora solo que no quieras.
“No veas 24 Horas”, gritaba Clouthier por las calles. No le faltaba razón, pero no había de otra. Ahora que hay podría gritarles lo mismo a sus herederos dentro del gobierno y de las pantallas. En este México distinto la prensa tiene el deber de informar y criticar. La crítica es obligada en todos los países libres, democráticos. La democracia se mide en función de las garantías de que disfruta la prensa crítica y responsable, del respeto a las opiniones divergentes, de atención, aunque no necesariamente acatamiento, a las observaciones contrarias a las decisiones del poderoso. La prensa cumple la misión del centinela que avisa a tiempo de los peligros.
Televisa está en su derecho de abdicar a ese deber. No es mi deseo discutirlo, sino anotar hoy la extraña reacción de esos que alguna vez llamamos intelectuales. Cuando no se podía hablar fueron severos críticos de los medios, sin confesar que aceptaban la limitación de su margen de crítica al poder en radio, televisión y periódicos. Consúltense las hemerotecas y descúbranse cadáveres en el clóset. Hoy, cuando la televisión renuncia a su función de informar, los intelectuales de moda callan lo que antes denunciaban ferozmente: que el silencio sustituía a las noticias. Voces aisladas reprueban la autocensura. Las más callan y aceptan. El bozal fue en una época obligatorio. Vuelve por gusto, prueba de que hay gustos para todo. O de que alguien lo vuelve a imponer.
Una de las razones de esta mudez es que antes estaban fuera. Ahora están dentro. Se han creado para ellos puestos de trabajo lucidor y productivo. Están dentro también con sus revistas en las que el precio de los anuncios va en relación inversa al cuadrado de su circulación. Con sus empresas de consejos políticos. Con sus termómetros de alquiler, medidores de transparencias ajenas. Con su asesoría de imágenes. Con su coyotaje de negocios. Con su labor de abajo firmantes. Con sus agencias de publicidad y ventas de entrevistas y menciones en sus programas y columnas.
Así se explica su silencio de pasiva aceptación de una postura que en otros tiempos pudo parecerles criticable.
El cambio es obvio.
Ahora están dentro.
Lo peor es que, mientras antes solo había un camino, ahora que los hay múltiples escogen, ejerciendo su libre albedrío, el de renunciar a su olvidada vocación de jueces.
Y de periodistas.
2010-05-24. EL UNIVERSAL.
La más importante noticia política del año en México, el secuestro de Diego Fernández de Cevallos, ha dado lugar a diversas e inesperadas reacciones.
Quiero referirme a la decisión de Televisa de abstenerse de informar sobre el caso y limitar sus noticias a los boletines oficiales. La razón puede ser cualquiera: motivos humanitarios, respeto a la familia, no obstaculizar la labor de los investigadores, distanciarse de rumores y versiones sin fundamento. Cualquiera. La medida insólita en el panorama del periodismo mundial merece un análisis que vaya más allá del síntoma y nos lleve a causas y consecuencias.
Debo reiterar que Televisa fue mi casa durante más de 50 años y salí de ella por mi propia voluntad y sin rencores. No pretendo siquiera esbozar una crítica contra la institución ni, mucho menos, contra sus dirigentes y empleados con quienes, diez años después de mi renuncia, mantengo la amistad de siempre. Conocí tres generaciones de la familia Azcárraga y al actual Emilio no diré que lo vi nacer pero sí que ese día, hace 42 años, felicité a su padre. No sale de mis sentimientos la mínima intención de agraviar o causar molestias. Considero, sin embargo, que la determinación de suspender toda noticia no oficial en el medio de información más poderoso del país, cuando hay una avidez generalizada por saber qué pasó, crea un precedente desconcertante.
Durante muchos años, los medios sufrieron una censura propia de un sistema monopólico del poder, mejor dicho, de los poderes constitucionales y fácticos, que estrechaba el margen de posibilidades de los dueños y profesionales del periodismo. Esa situación cambió al cambiar el país, cuando una transición de partidos y corrientes políticas fraccionó la hegemonía partidista y dio lugar a un pluralismo que se manifestó, muy especialmente, en la libertad de informar y opinar. Surgieron nuevas voces, otras aprovecharon lo que antes no se ofrecía y llegamos al periodismo que ahora disfrutan los mexicanos, sin más cortapisas que la autocensura o los límites que sus empleadores señalan. La censura oficial, que existe adaptada a las circunstancias, puede acatarse o no, según el grado de independencia de quien la sufre. Se presenta la posibilidad de optar.
Dicho más claro: antes no podías, ahora solo que no quieras.
“No veas 24 Horas”, gritaba Clouthier por las calles. No le faltaba razón, pero no había de otra. Ahora que hay podría gritarles lo mismo a sus herederos dentro del gobierno y de las pantallas. En este México distinto la prensa tiene el deber de informar y criticar. La crítica es obligada en todos los países libres, democráticos. La democracia se mide en función de las garantías de que disfruta la prensa crítica y responsable, del respeto a las opiniones divergentes, de atención, aunque no necesariamente acatamiento, a las observaciones contrarias a las decisiones del poderoso. La prensa cumple la misión del centinela que avisa a tiempo de los peligros.
Televisa está en su derecho de abdicar a ese deber. No es mi deseo discutirlo, sino anotar hoy la extraña reacción de esos que alguna vez llamamos intelectuales. Cuando no se podía hablar fueron severos críticos de los medios, sin confesar que aceptaban la limitación de su margen de crítica al poder en radio, televisión y periódicos. Consúltense las hemerotecas y descúbranse cadáveres en el clóset. Hoy, cuando la televisión renuncia a su función de informar, los intelectuales de moda callan lo que antes denunciaban ferozmente: que el silencio sustituía a las noticias. Voces aisladas reprueban la autocensura. Las más callan y aceptan. El bozal fue en una época obligatorio. Vuelve por gusto, prueba de que hay gustos para todo. O de que alguien lo vuelve a imponer.
Una de las razones de esta mudez es que antes estaban fuera. Ahora están dentro. Se han creado para ellos puestos de trabajo lucidor y productivo. Están dentro también con sus revistas en las que el precio de los anuncios va en relación inversa al cuadrado de su circulación. Con sus empresas de consejos políticos. Con sus termómetros de alquiler, medidores de transparencias ajenas. Con su asesoría de imágenes. Con su coyotaje de negocios. Con su labor de abajo firmantes. Con sus agencias de publicidad y ventas de entrevistas y menciones en sus programas y columnas.
Así se explica su silencio de pasiva aceptación de una postura que en otros tiempos pudo parecerles criticable.
El cambio es obvio.
Ahora están dentro.
Lo peor es que, mientras antes solo había un camino, ahora que los hay múltiples escogen, ejerciendo su libre albedrío, el de renunciar a su olvidada vocación de jueces.
Y de periodistas.
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