domingo, 23 de mayo de 2010

Diego Fernández: galimatías informativo y responsabilidad de Estado



Alán Arias Marín

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  • 2010-05-23•Política.MILENIO 
La estrategia informativa sobre la desaparición (secuestro y/o asesinato) de Diego Fernández de Cevallos es un galimatías. El pseudohermetismo malamente instrumentado por el gobierno federal, solicitado por el círculo familiar y profesionalmente más cercano al Jefe Diego, y acatado por algunos grandes medios de comunicación —en intrínseca y flagrante contradicción con su función profesional y pública— ha derivado en desastre. Por más machincuepas informativas que se hagan, el tema central de la agenda sigue siendo el caso Fernández de Cevallos.
Los enigmáticos silencios (a medias, pues sigue habiendo filtraciones) de las autoridades, los funcionarios públicos de alto rango responsables de informar a la ciudadanía, como es el caso de Gómez Mont, se repliegan sobre sí mismos y cual meros ciudadanos privados y balbucean creencias, esperanzas y deseos; pervierten así su carácter de servidores públicos. Expresar sus convicciones privadas no es su papel como funcionarios del gobierno (muchos deseamos y esperamos la aparición con vida del político panista); aquí el asunto crucial es que la autoridad no puede ni debe quedar quieta y/u omisa —tanto en el plano de la procuración de justicia como en el terreno de la comunicación— ante este hecho público. Caso y cosa pública tanto por el talante de Diego Fernández como por el contexto político-criminal que domina el proceso político del país y encabeza y jerarquiza la agenda pública.
Los hechos y las circunstancias relativas a la desaparición de Diego Fernández no pueden ser asumidos como un agravio que se negocia y resuelve entre privados, insinuando, mediante un falso silencio tendencioso, motivaciones profesionales y personales, en un afán absurdo e improcedente por despolitizar lo que de hecho está sobrepolitizado. El insidioso e injustificable silencio de la estrategia informativa gubernamental y (en buena medida) privada es impotente para acallar la discusión pública. Por supuesto que los vacíos informativos son ocupados por la catarata de especulaciones, rumores e invenciones de una sociedad amedrentada por la inseguridad, resentida por el maltrato y la corrupción de las autoridades y ávida de información y espacios de deliberación colectiva.
Improcedente el escándalo de los comunicadores respecto de los mensajes de las redes sociales, que con impropiedad salvaje se solazan con la desgracia personal de Fernández de Cevallos, le incriminan su pasado político y profesional y justifican por ello el acto criminal. Las redes sociales —Facebook, Hi5, Twitter y otros— siempre han sido expresión directa de su composición social y su ideología, estratos de clase media con recursos suficientes para acceder a la tecnología y un nivel educativo que rebasa la media y los hace aptos para el uso informático. Absurda su idealización como epítome de la democracia comunicativa e igualmente impertinente su demonización como difusores de un discurso del odio; simplemente son como son; la democracia emergente de masas siempre es salvaje. Su relevancia en este caso obedece a los vacíos, distorsiones, irresponsabilidades y omisiones de la estrategia comunicativa gubernamental y sus cómplices privados.
Ese comportamiento pone en entredicho el derecho a la información, que debiera garantizar la libertad de recibir, investigar y difundir información sobre un asunto público: la desaparición de un político insignia del primer círculo de la elite en el poder, referente político del partido gobernante, sin que debieran importar sus conocidas diferencias con el presidente Calderón; lo que articulado con el contexto de violencia del conflicto armado interno que vive al país lo convierte en tema de la discusión colectiva ciudadana. Ni modo, los responsables de la criminalidad son los delincuentes y el Estado por su incapacidad para proveer seguridad y combatir al crimen con eficacia, no los medios de comunicación, los informadores y analistas, no los twitterosy su apasionada irreverencia.
Con independencia del desenlace, el caso de Diego Fernández marca un punto de inflexión en el curso de la violencia delictiva armada que asola al país; apunta a un nuevo grado cualitativo en los modos de la intervención política del crimen organizado y sus organizaciones de vanguardia, los cárteles del narcotráfico. Los políticos (candidatos en Tamaulipas y Zacatecas) en general e, incluso, los del más alto nivel (como el insigne Diego Fernández) se han convertido en objetivo de la violencia. Inocultable la descomposición del Estado mexicano, su aguda fragilidad, la crisis de nudos de funcionalidad esencial como la seguridad, la procuración e impartición de justicia, así como la idoneidad y capacidad de sus estrategias de comunicación, hecha añicos por el ominoso, grave y lamentable caso del Jefe Diego.
FCPyS-UNAM. Cenadeh.
alan.arias@usa.net

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